El agua es sinónimo de vida. Así de fácil y sencillo.  Los ríos son nuestras arterias, y las comunidades humanas vienen estableciendo asentamientos en sus orillas desde tiempos inmemoriales.  Las grandes culturas se han desarrollado junto a los ríos, y a través de ellos sigue fluyendo la migración hasta el día de hoy.  En aquellos tiempos, los oasis se convirtieron en lugares de refugio, especialmente cuando el agua se volvía escasa durante el verano.  El agua se  recogía  en cisternas y en grandes cuencas resguardadas, y los pozos más pequeños también se convirtieron en lugares en los que se reunían las personas y los animales.  



Los ríos y los mares hacen que sea posible el intercambio de mercancía y de conocimientos; con razón las grandes naciones marineras  han adquirido potencia económica.  La cultura se desarrolló en regiones próximas al agua; el mar Mediterráneo es un ejemplo patente de esto.  Incluso en la antigüedad, las embarcaciones recorrían largas distancias, mayormente porque la vía marítima era más sencilla y menos peligrosa que las carreteras de interior. Gracias a esto, el cristal de la ciudad costera de Tiro, por ejemplo, se podía encontrar hasta en los confines más remotos del Imperio Romano.



Teniendo en cuenta esta larga historia común, resulta deprimente constatar que hoy el mar Mediterráneo se ha convertido más bien en una frontera estricta, en una barrera letal que obstaculiza el paso de aquellos que huyen de unas condiciones de vida inaceptables. Una vez más, el agua, que en su naturaleza es agua de vida, se está convirtiendo en un medio amenazador, amargo y letal.



En la Biblia se incluyen incontables historias y poemas sobre el agua, sobre su poder de vida, pero también sobre la amenaza que representa y, al final, sobre el agua que nos conduce a la vida.



El agua también tiene un papel prominente en la Biblia en relación con el emplazamiento original de las historias bíblicas. El agua es un bien muy preciado en Oriente Medio que en ningún caso puede ser desdeñado, puesto que los largos períodos de sequía constituyen a menudo una dolorosa realidad en esta zona del mundo. Así pues, en Génesis 2, el paraíso (el propio jardín de Dios) se describe como un parque exuberante en el que tienen su nacimiento cuatro ríos: «De Edén salía un río que regaba el huerto, y de allí se dividía en otros cuatro ríos. Uno de ellos se llama Pisón, y es el que rodea toda la tierra de Javilá, donde hay oro. El oro de esa tierra es bueno, y allí también hay bedelio y ónice.  El segundo río se llama Guijón, y es el que rodea toda la tierra de Cus. El tercer río se llama Hidekel, y es el que corre al oriente de Asiria. El cuarto río es el Éufrates» (Génesis 2,10-14).



En el paraíso, encontramos agua en abundancia. Se mencionan también el oro, el bedelio y otras piedras preciosas, a través de las cuales se hace más visible la abundancia de la Creación. Donde hay agua, florece la vida, crecen las plantas, se nutren los frutos y tanto humanos como animales pueden beber en abundancia. Además, el agua calma nuestros sentidos durante el intenso calor estival, y las orillas de los ríos son lugares a los que todo el mundo puede retirarse para reposar. Podría parecer que el autor de estos pasajes de la Biblia era un romántico incurable por imaginarse el paraíso de esta manera. Sin embargo, la Biblia lo sabe todo acerca de la sequía y la necesidad, la lucha por cavar pozos, los muchos peligros que puede representar el agua, y esta descripción del paraíso ofrece un hermoso contraste con respecto a estas crudas realidades.



El agua es sinónimo de vida: en Génesis 1, encontramos la idea de que en un principio, antes de que fueran creadas todas las cosas, sólo había agua, “las aguas”; y que el cielo y la tierra tenían que tomar forma en este contexto. En la historia de la Creación, vislumbramos el poder o la fuerza violenta del agua: sólo el inmenso poder creativo de Dios logra doblegar y controlas estas aguas, antes caóticas. Pero ¡ay de nosotros cuando se abran de nuevo las puertas del agua! Los humanos y los animales quedan indefensos ante las inundaciones catastróficas. Esto es lo que nos recuerda la historia del Diluvio, que se narra en el Génesis algunos capítulos después.

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Nota: Las opiniones expresadas en esta reflexión bíblica no reflejan necesariamente las posiciones oficiales del CMI  y de la Red Ecuménica del Agua.