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La Dra. Mary Tanner, de la Iglesia de Inglaterra, fue presidenta del CMI para Europa. Foto: Kelly Brownlee/CMI

La Dra. Mary Tanner, de la Iglesia de Inglaterra, fue presidenta del CMI para Europa. Foto: Kelly Brownlee/CMI

En 2018 celebramos el 70º aniversario del Consejo Mundial de Iglesias. Con el fin de crear un animado relato de primera mano de la comunidad ecuménica y de nuestro camino común, las iglesias miembros han aportado historias de las personas, los acontecimientos, los logros e incluso los fracasos que han acentuado nuestra búsqueda colectiva de la unidad cristiana.

La autora de esta historia es la Dra. Mary Tanner, una teóloga laica de la Iglesia de Inglaterra que fue presidenta del CMI para Europa.

Las opiniones y los puntos de vista expresados en este artículo son los del autor y no reflejan necesariamente los principios básicos del Consejo Mundial de Iglesias.

La Iglesia de Inglaterra se ha visto muy influida por los programas del Consejo Mundial de Iglesias (CMI) desde la Primera Asamblea en 1948 e incluso antes, desde las reuniones fundacionales de Fe y Constitución, Vida y Acción, y Misión. Diversos miembros de la Iglesia de Inglaterra han participado en muchos ámbitos de la labor del CMI. Nuestras delegaciones enviadas a las asambleas han regresado inspiradas por el hecho de haber formado parte de una familia cristiana mundial compuesta por diferentes tradiciones, y con la determinación de trabajar con mayor empeño por la unidad visible de la iglesia, el amor de Dios y el bien del mundo.

Es difícil resaltar un único programa o asamblea que haya tenido una mayor influencia en la vida de la Iglesia de Inglaterra. Sin duda, el documento ecuménico de convergencia más importante del siglo pasado, “Bautismo, Eucaristía y Ministerio” (BEM), nos proporcionó los fundamentos para establecer nuevas relaciones con las iglesias alemanas y francesas, las moravas y las iglesias luteranas nórdicas y bálticas, así como para elaborar una carta que rigiese las colaboraciones ecuménicas locales en Inglaterra. Fue la labor del Consejo la que nos alentó a afianzar a la unidad de la iglesia en el contexto de la unidad del reino de Dios y la unidad del mundo de Dios, exhortándonos constantemente a mirar hacia fuera.

Hay tanto que decir sobre el compromiso central del CMI con la unidad visible de la Iglesia una, santa, católica y apostólica, y sobre la manera en que ha proporcionado a muchos no solo áridas palabras escritas sobre la unidad, sino la experiencia aquí y ahora de lo que significa esa promesa. En mi caso, fue el reto del estudio sobre la comunidad el que amplió drásticamente mi comprensión de la unidad como don de Dios y como nuestra vocación.

En los años cincuenta y sesenta, se vivió un auge de los movimientos de liberación, entre los cuales figuraba el movimiento feminista laico con su lenguaje típicamente mordaz, sus tácticas de presión y sus preocupaciones sociales. Algunos consideraron que esta influencia que iba permeando en el movimiento ecuménico suponía desplazar el enfoque del programa cristiano de la iglesia al mundo, y se mostraron muy críticos con el CMI. En cambio, otros creyeron que esta distinción era insostenible desde un punto de vista teológico o eclesiológico, e identificaron este ‘surgimiento del espíritu femenino’ como la obra del Espíritu Santo en el mundo que la iglesia tenía por delante.

Lo que se estaba fraguando a finales de los años sesenta fue objeto de una conferencia en Berlín occidental en 1974: “Sexismo en los setenta”. Mujeres de todo el mundo se reunieron para explicar juntas lo que significaba para sus países, sus familias y para ellas mismas su participación en una lucha de liberación que las había reunido a pesar de sus diferencias eclesiales, culturales y continentales. Expresaron su determinación de acabar con todo aquello que negaba la humanidad de las mujeres en la iglesia y en el mundo, y que contradecía los propósitos creativos de Dios. Las participantes se fueron de Berlín pidiendo al Consejo Mundial de Iglesias que estableciera un proyecto centrado en la experiencia de las mujeres, dotado de personal femenino, que culminara en una conferencia internacional de mujeres. El plan cambió considerablemente cuando teólogos de la Comisión de Fe y Constitución, la rama teológica del Consejo, pidieron que se llevara a cabo un estudio teológico y eclesiológico en el que la iglesia se concibiera como una comunidad de mujeres y hombres que interiorizan en sus vidas los valores del reino de Dios, una comunidad que fuera un signo para el mundo de lo que Dios quiere para toda la humanidad. Su secretaria ejecutiva, la Rev. Dra. Connie Parvey, era una inspiradora teóloga americana, indómita y completamente determinada a incorporar la voz de las mujeres y su experiencia en la comunidad ecuménica.

El estudio sobre la “Comunidad de Mujeres y Hombres en la Iglesia” se inició con una reflexión ecuménica mundial realizada por mujeres (y algunos hombres), sobre la base de su experiencia en la iglesia y la sociedad. Lo que se escuchó una y otra vez fue la vivencia común de las mujeres de ser excluidas del círculo de elegidos, su experiencia de la opresión y la impotencia, en el mundo y, escandalosamente, en la iglesia. La vida estructural, ministerial y litúrgica de las iglesias se percibía, demasiado a menudo, como excluyente para las mujeres y desdeñosa con sus perspectivas. Las mujeres sabían que esto contradecía las enseñanzas bíblicas de que los hombres y las mujeres han sido igualmente creados a imagen de Dios, e igualmente redimidos en Cristo. Nos aferramos a dos pasajes bíblicos: Génesis 1:27 y Gálatas 3:28.

Al escuchar la experiencia de las mujeres de todo el mundo describiendo su sentimiento de ser oprimidas, el estudio empezó a plantear abiertamente cómo sería la iglesia si reflejara en su propia vida la plenitud que es la promesa del reino de Dios. Era un estudio profundamente eclesiológico que instaba a una renovación radical de la vida de todas las iglesias. Llamaba a revisar el lenguaje, los símbolos y el imaginario que la iglesia utiliza para hablar de Dios y del pueblo de Dios, a emplear un lenguaje inclusivo que hiciera sentir a las mujeres que participaban plenamente en la comunidad de la iglesia.

Las mujeres empezaron a reclamar las voces femeninas ignoradas de la Biblia y la tradición. Pidieron el establecimiento de modelos más inclusivos para el ministerio ordenado y laico, una representación más justa de las mujeres en los sínodos y en los órganos decisorios de la iglesia, un ejercicio del poder y la autoridad más a la manera de Cristo, una participación más activa para abordar las preocupaciones relacionadas con la injusticia económica, sobre todo los factores que hacen que las mujeres queden atrapadas en una red de sexismo, racismo y clasismo, y un modelo más inclusivo de misión y evangelización. Las cuestiones que se planteaban giraban en torno a un argumento central: ‘el Dios de ustedes es demasiado pequeño’. Dios no es hombre ni mujer, no es ni masculino ni femenino. Dios abarca y trasciende todo lo que conocemos como hombre y mujer, masculino y femenino.

Los años de reflexión sobre la experiencia de las mujeres y de concebir la iglesia como una comunidad de mujeres y hombres brindaron una oportunidad de cambio. Y se produjeron cambios: se empezaron a escuchar las voces de las mujeres, hablando con mayor confianza sobre sus interpretaciones de la Biblia y la tradición. Hubo cambios hacia un lenguaje más inclusivo en la celebración del culto en muchas iglesias. Algunas incluyeron a más mujeres en el ministerio laico reconocido oficialmente, otras empezaron a ordenar mujeres en el sacerdocio y el episcopado, mientras que otras formularon argumentos a favor de la tradición eclesial de mantener un sacerdocio completamente masculino. Se nombraron más mujeres para participar en los sínodos y en las conversaciones ecuménicas internacionales, así como en los comités del Consejo Mundial de Iglesias. El estudio sobre la comunidad contribuyó a imaginar de nuevo el tipo de iglesia que Dios nos llama a ser. Reconoció que la reunión de las iglesias divididas en aras de la unidad visible requería una profunda renovación de la vida de la comunidad de mujeres y hombres en la iglesia.

El arzobispo de Canterbury, Robert Runcie, pronunció un discurso inaugural en la consulta internacional de Sheffield (Inglaterra) celebrada en 1983, con la que se culminó el estudio. Nunca olvidó el efecto que la conferencia tuvo en él y al preparar la conferencia de Lambeth en 1988 insistió en que las mujeres debían exponer a la reunión de obispos, entonces exclusivamente masculina, sus reflexiones sobre las cuestiones abordadas en la conferencia. Este fue un programa mundial profético del CMI que influyó a las iglesias de la Comunión Anglicana impulsando una reforma y que, aunque hoy muchas no establecen la conexión, determinó la orientación de debates internos sobre la ordenación de las mujeres al sacerdocio y el episcopado.

La Iglesia de Inglaterra tiene mucho que agradecer al CMI por su labor a lo largo de setenta años. En este sentido, cabe mencionar su papel al abordar los desafíos planteados por el estudio sobre la “Comunidad de Mujeres y Hombres en la Iglesia”. Se nos abrieron muchas perspectivas, y el estudio ayudó a renovar nuestra vida, a crear una comunidad más inclusiva, aunque todavía quede mucho por hacer.

 

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