Sermón en la Nieuwe Kerk (Ámsterdam) el 23 de agosto de 2018

Hermanos y hermanas en Cristo, compañeros peregrinos en el camino de la justicia y la paz: El amor de Cristo nos impulsa a formar parte de la misión de Dios y la labor por la unidad y la reconciliación, en la única Iglesia de Cristo, en el mundo. Este es nuestro llamado, al igual que lo fue para quienes se reunieron aquí en 1948.

“¿Quién soy yo para ir al faraón y sacar de Egipto a los hijos de Israel?” es el versículo sobre el que predicó D. T. Niles, dirigente ecuménico de Sri Lanka, en el servicio de apertura de la Asamblea de Ámsterdam de 1948 aquí en la Nieuwe Kerk:

¿Cómo hacer frente a los poderes económicos y políticos que existen?

¿Cómo vencer a las fuerzas divisivas del racismo y del nacionalismo?

¿Cómo atender las necesidades y velar por la dignidad de los millones de refugiados?

¿Cómo promover la unidad entre las iglesias para que ofrezcan un testimonio creíble al mundo solo tres años después de los horrores de la Segunda Guerra Mundial?

Estas eran preguntas que D. T. Niles tenía en mente y, con él, muchos de los delegados de la Asamblea de 1948. Estas preguntas podían haber sido abrumadoras entonces. Y siguen apuntando a la enorme tarea que tenemos por delante también hoy.

D. T. Niles encontró el camino a seguir en la respuesta de Dios a Moisés: “Yo estaré contigo”. Lo que Dios dice sobre sí mismo cuando se revela desde la zarza que ardía contiene la promesa de que Dios estará ahí, porque Dios oyó el clamor del pueblo esclavizado de Israel.

El mensaje de la Asamblea de Ámsterdam muestra que los delegados fueron valientes al hablar de la realidad del mundo. Se atrevieron a creer juntos que la promesa hecha a Moisés era una promesa también para ellos: “Yo estaré contigo”. También recordaron la promesa de Jesucristo a sus discípulos: “Yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo”. Compartieron su fe en esta promesa de Dios. Su fe era una esperanza, contra las realidades de muchas de sus experiencias recientes. La Biblia dijo que Dios no permaneció indiferente ante los sufrimientos del pueblo de Israel. También Jesús se conmovió con las personas que conoció. Ellos creían que Dios no permanecía indiferente a los millones de personas que fueron asesinadas en los campos de batalla o en los campos de concentración, o que sufrieron como refugiados y migrantes en sus arriesgados viajes, o que fueron explotados y maltratados como trabajadores e incluso como esclavos. Ellos creían juntos que Dios todavía amaba al mundo, como Dios mostró cuando Cristo vino a liberar a este mundo del poder del mal, el pecado y la muerte.

Damos gracias por las contribuciones que las iglesias pudieron hacer juntas por la paz. Hoy, es adecuado honrar aquí al primer secretario general del Consejo Mundial de Iglesias, el holandés Willem Visser ’t Hooft, y mencionar su trabajo por la paz en Europa. Visser ’t Hooft reunió en Ginebra a representantes de los movimientos de resistencia contra la dictadura nazi y la ocupación alemana de los Países Bajos, Francia, Italia, Grecia e incluso Alemania. Aunque los combates proseguían, debatieron un camino hacia la reconciliación y la paz para cuando acabara la guerra que allanó el camino para otros.

De este modo, los delegados de la Asamblea de Ámsterdam estuvieron unidos en la esperanza. Era una unidad costosa. Muchos de ellos tenían experiencias de lo que significaba estar unidos en la esperanza. Uno de ellos era el obispo de Oslo, Eivind Berggrav. Durante su detención bajo el régimen nazi en Noruega, también le asaltaron las dudas. La víspera de Navidad recibió un mensaje a través de un amigo que había oído en la BBC que el arzobispo de Canterbury había orado por él. Eso le permitió seguir adelante. Fue para él la unidad de la iglesia. Una comunicación de amor se convirtió en una señal de que Dios estaba con él.

La unidad fue costosa incluso después de Ámsterdam 1948. Vieron que ellos –ellos mismos– estaban llamados a ser una señal del cumplimiento de la promesa de Dios. La promesa de Dios de estar con ellos tenía que transformarse en una promesa que partiera de ellos: “Nosotros estaremos contigo” y “Nosotros estaremos los unos con los otros”. Por consiguiente, declararon en el mensaje de la Asamblea: “Estamos decididos a permanecer juntos”. Sabían lo que significaba estar divididos, y sabían lo que significaba estar unidos.

Sabían que la necesidad de reconciliación era urgente, pero difícil. Sin embargo, era la esencia del ministerio de la iglesia. Sabían que estaban llamados a ser pacificadores. Estaban convencidos de que vencer a las fuerzas que dividían a la humanidad y superar también las relaciones amenazantes en el seno de las iglesias y entre ellas requeriría que ellos mismos estuvieran unidos en el amor.

Cuando estuvieron aquí en esta iglesia con motivo del servicio de apertura, para la mayoría de ellos era un momento festivo, un nuevo comienzo tras los horrores de la guerra. Pero para muchos de ellos, existía también una historia mucho más larga que tenía que abordarse en una comunidad mundial de iglesias. Por ejemplo, sabían que la “época dorada” de los Países Bajos y muchos otros países representados implicaba también el colonialismo y la trata de esclavos. La Asamblea no podía permanecer callada sobre las fuerzas deshumanizadoras del racismo y la codicia que tantos habían sufrido en todo el mundo. Y los delegados no rehuyeron abordar estas cuestiones en el trabajo de sus secciones y en el mismo mensaje.

Han pasado setenta años desde entonces. Podemos dar gracias a Dios por la profundización de la comunidad entre las iglesias. Hay hitos, como el documento sobre Bautismo, Eucaristía y Ministerio, las declaraciones de misión e importantes iniciativas a favor de la justicia climática y una mayor justicia económica.

Por supuesto, también ha habido momentos en que vimos a las fuerzas que dividen a la humanidad generando desconfianza, rivalidad y profundas tensiones entre las propias iglesias. Un ejemplo que debe inspirar nuestros actos incluso hoy es el Programa de Lucha contra el Racismo, que apoyó la lucha contra el apartheid en África Meridional y, al mismo tiempo, se enfrentó a los vestigios del racismo en el seno de las iglesias. Hace dos años, la Iglesia Reformada Neerlandesa de Sudáfrica, predominantemente blanca, fue readmitida como miembro del CMI, acabando así con sus más de cincuenta años de suspensión.

De nuevo, no estuvieron exentos de controversia en aquel momento los esfuerzos del CMI por fomentar el trato igualitario de las mujeres, tanto en la iglesia como en la sociedad. Lo más destacado fue que el CMI se comprometió, hace treinta años, con el Decenio de Solidaridad de las Iglesias con las Mujeres, un compromiso verdaderamente pionero que levantó el silencio de las iglesias sobre las mujeres, promovió el desarrollo de la teología feminista y trabajó por una comunidad justa de mujeres y hombres en las iglesias. Esos esfuerzos continúan en la actualidad y adoptan una nueva dimensión y visibilidad gracias a la reactivación de los Jueves de negro, una campaña mundial de las iglesias para combatir el flagelo de la violencia de género y las violaciones.

Así que damos gracias a Dios por que la amplia mayoría de las iglesias mantuvieron la promesa de Ámsterdam de que permanecerían juntas. Las iglesias miembros del CMI decidieron en 2013 en la X Asamblea celebrada en Busan (Corea) que: “Estamos comprometidas a avanzar unidas”. Entendemos que nuestro trabajo como el CMI es estar en una peregrinación de justicia y paz. Hoy hemos visto una señal –entre muchas otras– de este compromiso aquí en Ámsterdam en nuestra marcha por la paz.

Existen distintas maneras de ver el CMI como la comunidad de iglesias y el instrumento del movimiento ecuménico único. En nuestra peregrinación de justicia y paz, hemos llegado al convencimiento de que el movimiento ecuménico es esencialmente un movimiento propulsado por el amor de Dios. Considero que esto queda bien expresado por el apóstol Pablo en su segunda epístola a los Corintios. “El amor de Cristo nos impulsa”, escribe en el capítulo 5, versículo 14. Pablo describe el movimiento del amor de Cristo que nos rodea y nos motiva a actuar. Al participar en este movimiento de amor, estamos llamados, según afirma Pablo, al ministerio de la reconciliación, viviendo y trabajando como embajadores de Cristo.

Podemos ver el amor de Cristo en acción en la Asamblea de Ámsterdam de 1948, impulsando a los asistentes hacia la reconciliación, la paz y la unidad. En nuestros tiempos, vemos de nuevo fuerzas poderosas que nos dividen como familia humana. Necesitamos desesperadamente a quienes cuidan del bien común, por lo que nos une como una humanidad que vive en un único mundo, el mismo. Vemos de nuevo en este aniversario que el movimiento ecuménico único entre las iglesias está vivo y es más amplio que en 1948, “caminando, orando y trabajando juntos”, como parafrasea el tema de la visita del papa Francisco al CMI el pasado mes de junio.

Damos gracias por las contribuciones que las iglesias hacen juntas hoy por la paz, tal y como hicieron ellas y la Asamblea del CMI aquí en Ámsterdam hace setenta años. Espero y oro por que el Consejo Mundial de Iglesias siga uniéndonos como embajadores del amor de Cristo. No podemos ofrecer nada mejor al mundo ni a nosotros mismos.

Toda la gloria al Dios trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Amén

Rev. Dr. Olav Fykse Tveit
Secretario General del CMI