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CUMBRE DEL CAMBIO CLIMÁTICO
CANCÚN, QUINTANA ROO, MÉXICO 4/12/2010

MATEO 7, 24-28

Mons Gustavo Rodriguez Vega
Obispo de Nuevo Laredo
Presidente de Caritas Mexicana

Muy queridos hermanos y hermanas, representantes de distintos credos religiosos, reunidos aquí, para elevar nuestra suplica al Creador, en este momento en el que la historia de la humanidad se encuentra ante una encrucijada que le exige replantearse su convivencia con la naturaleza.

La crisis ecológica, que se suma a otras muchas situaciones críticas, que en distintas partes del mundo vive la humanidad, nos pide revisar nuestra relación con la naturaleza, es decir, ver con detenimiento, no sólo el modo como nos relacionamos con ella, sino la comprensión que tenemos de la misma y que determina, sin duda alguna, la lógica de nuestras acciones sobre ella.

A este propósito nos ayuda la comprensión, desde una visión religiosa, de la relación del hombre con la creación, que nos hace entender que nuestra preocupación por el medio ambiente no se refiere sólo a un asunto de supervivencia y mucho menos a la búsqueda de mecanismos que permitan sostener estilos de vida centrados en el consumo insaciable, sino con una actitud nueva, una forma de organizar el conjunto de relaciones de los seres humanos entre sí, con la naturaleza y con la totalidad  del universo, desde nuestra fe en el Dios creador de todas las cosas. Necesitamos una nueva alianza con la creación, que permita la fraternidad con todas las creaturas.

Un elemento fundamental para construir esta nueva alianza sobre roca firme es la comprensión religiosa de la misma humanidad, de su origen en Dios, de la responsabilidad que ha recibido en el conjunto de la creación entera y de su vocación trascendente.

En la tradición religiosa judeocristiana en el relato de la alianza que Dios hizo en Noé con todos los seres vivos (Gn 9,16), encontramos una enseñanza que nos permite imaginar, desde la esperanza, una nueva visión de la humanidad, capaz de percibir la creación entera como sacramento de la presencia de Dios, de recuperar la dignidad de cada creatura y de integrarla a nuestra alabanza al creador. Es el Dios de la comunión y de la vida quien sostiene y anima nuestra esperanza.

La cuestión ecológica es antes de todo una cuestión antropológica. La visión religiosa de la existencia nos hace confesar que todo cuanto existe tiene su origen en Dios y que hemos recibido la naturaleza no como un montón de desechos esparcidos al azar (Heráclito de Éfeso) sino como un don del Creador, que ha dado consistencia propia a todas las cosas, y a los hombres y a las mujeres nos ha dado la capacidad de descubrir la estructura interna de las creaturas y en ella, las orientaciones que se deben seguir para “guardar y cuidar” (Cf. Gn 2,15) la creación entera.

A partir del clamor del oprimido a quien Dios escucha, (cf. Ex 3,7) y de la “debilidad de Dios” ante el sufrimiento de la humanidad, hoy estamos invitados a oír el grito de la creación, que se ve amenazada por los intereses egoístas de hombres y mujeres que no alcanzan a ver más allá de su propio beneficio y comodidad. (cf. Rom 8, 22-23). Hemos permitido que el modelo de comportamiento de algunos, vaya siendo adoptado por todos: el modelo del uso despiadado y sin control de los recursos naturales y en lugar de situarnos “desde dentro” de la comunidad creacional, pareciera, con nuestra acciones, que pretendamos ubicarnos “sobre” ella. Necesitamos pasar de la arrogancia antropocéntrica a la compasión solidaria universal.

La creación es el comienzo y fundamento de todas las cosas en Dios. Si escuchar su Palabra nos da la certeza de construir nuestra historia sobre roca firme, de la misma manera, nos da esa certeza el cuidado de la creación, pues en ella encontramos plasmada la Palabra divina que está al origen de todo cuanto existe. La naturaleza nos precede y nos ha sido dada por Dios como ámbito de vida; su salvaguardia es hoy esencial para la convivencia pacífica de la humanidad. Hoy vemos como al sufrimiento provocado por la crueldad del hombre con el hombre, se añade el sufrimiento provocado por el descuido y por el abuso que se hace de la tierra y de los bienes naturales que Dios nos ha dado.

El aporte de una visión religiosa de la humanidad ofrece una alternativa ante la fragmentación de los saberes, pues nos ofrece una visión integral y armónica de toda la Creación y la posibilidad de entender, a partir de esta armonía, la interrelación de toda la naturaleza, en la que el hombre ocupa un lugar central, no en la lógica de la dominación arbitraria, sino en la del servicio y cuidado amoroso. Podemos así incluir, sin miedo, a nuestro vocabulario conceptos como inter-dependencia, re-ligación, comunidad, que son necesarios para construir un nuevo paradigma que responda a la necesidad absoluta que tenemos los unos de los otros para subsistir y para encontrar armonía y felicidad.

Nuestra estructura antropológica básica tiene que ver con esta inter conexión original con el entorno y de los unos hacia los otros, pues está directamente vinculada al Dios, que no nos ha creado para la soledad, sino para la comunión. Por ello, “¿Cómo descuidar el creciente fenómeno de los llamados «prófugos ambientales», personas que deben abandonar el ambiente en que viven —y con frecuencia también sus bienes— a causa de su deterioro, para afrontar los peligros y las incógnitas de un desplazamiento forzado? ¿Cómo no reaccionar ante los conflictos actuales, y ante otros potenciales, relacionados con el acceso a los recursos naturales? Todas éstas son cuestiones que tienen una repercusión profunda en el ejercicio de los derechos humanos como, por ejemplo, el derecho a la vida, a la alimentación, a la salud y al desarrollo”. (Benedicto XVI)

Las comunidades religiosas tienen una grave responsabilidad en la construcción de este nuevo paradigma, roca firme para la subsistencia de nuestro planeta. Están llamadas, desde la originalidad de su propia tradición religiosa, a situarse en esta crisis de civilización con una actitud profética, que parte no sólo de la indignación ética por la injusticia y desigualdad social, sino de la indignación religiosa por el deterioro ecológico que aplasta la Casa Grande que Dios nos entregó desde el principio.

En este sentido, permítanme hermanos y hermanas, compartirles los compromisos que la Iglesia Católica en América Latina ha asumido a partir de la Quinta Conferencia del Episcopado Latinoamericano (cf. Documento conclusivo de Aparecida No. 474).

1)    Ayudar a nuestros pueblos para descubrir el don de la creación, sabiéndola contemplar y cuidar como casa de todos los seres vivos y matriz de la vida del planeta, a fin de ejercitar responsablemente el señorío humano sobre la tierra y los recursos, para que pueda rendir frutos en su destinación universal, educando para un estilo de vida de sobriedad y austeridad solidarias.

2)    Hacer más presencia en las poblaciones más frágiles y amenazadas por el desarrollo depredatorio, y apoyarlas en sus esfuerzos para lograr una equitativa distribución de la tierra, del agua y de los espacios urbanos.

3)    Buscar un modelo de desarrollo alternativo, integral y solidario, basado en una ética que incluya la responsabilidad por una auténtica ecología natural y humana, que se fundamenta en el evangelio de la justicia, la solidaridad y el destino universal de los bienes, y que supere la lógica utilitarista e individualista, que no somete criterios éticos a los poderes económicos y tecnológicos. Por tanto alentar a nuestros campesinos a que se organicen de tal manera que puedan lograr su justo reclamo.

4)    Empeñar nuestros esfuerzos en la promulgación de políticas públicas y participaciones ciudadanas que garanticen la protección, conservación y restauración de la naturaleza.

5)    Determinar medidas de monitoreo y control social sobre la aplicación en los países de los estándares ambientales internacionales.

Hermanos y hermanas, hemos venido hasta Cancún, no como profetas de calamidades sino como hombres y mujeres de fe y de esperanza. Sabemos que hay escepticismo sobre la posibilidad de que los representantes de las naciones de la tierra lleguen a acuerdos vinculantes para la mitigación de la emisión de gases causantes del calentamiento global. Sabemos que todavía hay mucho camino que recorrer para asumir medidas de adaptación a los efectos del cambio climático y sobre todo, sabemos que hay una sensibilidad ética que debe acabar de despertar ante los impactos sociales que estos fenómenos tienen en regiones estructuralmente más débiles, como son las regiones insulares y en las poblaciones empobrecidas y en las que habitan zonas de alto riesgo. También sabemos que podemos esperar cielos nuevos y tierra nueva en los que habite la justicia (1Pe. 3, 13) y confiamos en la luz que Dios pone en nuestra mirada para contribuir, desde la misión religiosa de nuestras propias comunidades de fe, para hacer de nuestro mundo una casa común en la que todos podamos vivir como hermanos.

Quienes nos gobiernan tienen una gran responsabilidad en la tarea del cuidado del medio ambiente: confiemos y pidamos por nuestros gobernantes, para que en sus deliberaciones no se limiten a defender condiciones de productividad y competencia, sino pongan en el centro a la humanidad y no desconozcan el derecho-deber de los pueblos de la tierra a ordenar su vida a partir de la comprensión religiosa de la existencia. Una palabra importante en estas deliberaciones corresponde a los hombres y mujeres de ciencia. Pidamos por ellos, para que la sabiduría divina deslumbre la sabiduría humana, y sean capaces de encontrar más y más fuentes alternativas de energía que no tenga efectos nocivos para el medio ambiente. Los hombres y mujeres de empresa se preocupan por generar riqueza: pidamos que aflore en ellos lo mejor de sí mismos, su buena voluntad y sentido humanitario, que les lleva a someter sus intereses al bien de toda la humanidad. Pidamos también por nosotros mismos, que tenemos responsabilidad en las comunidades de fe de nuestras tradiciones religiosas, para que siempre y en todo lugar, seamos capaces de defender la vocación trascendente de la humanidad.

Que así sea.