La 11ª Asamblea del Consejo Mundial de Iglesias (CMI) en Karlsruhe (del 31 de agosto al 8 de septiembre de 2022) se reunió tras casi tres años desde el inicio de la actual pandemia mundial de la COVID-19, a la que pueden ser atribuidos —directa e indirectamente— un total 15 millones de fallecimientos o más (según los datos de exceso de mortalidad), así como una amplia perturbación y desestabilización social, económica y política. Esta terrible experiencia ha hecho que todos tomemos conciencia de la amenaza real y continua de las pandemias en nuestro mundo hiperconectado y sobreexplotado.

La pandemia ha enmascarado —y en algunos casos ha agravado— otros problemas de larga duración para la salud y el bienestar. En 2019, las diez principales causas de muerte a nivel mundial eran las cardiopatías isquémicas, los accidentes cerebrovasculares, la enfermedad pulmonar obstructiva crónica, las infecciones de las vías respiratorias inferiores, las afecciones neonatales, el cáncer de pulmón y de las vías respiratorias, la enfermedad de Alzheimer y otras demencias, las enfermedades diarreicas, la diabetes y las enfermedades renales (https://www.who.int/es/news-room/fact-sheets/detail/the-top-10-causes-of-death).

Las enfermedades transmisibles han disminuido, mientras que las no transmisibles han aumentado a lo largo de los años en casi todos los países. Las enfermedades no transmisibles causan 41 millones de muertes cada año, lo que equivale al 71% de todas las muertes en el mundo, y el 77% de esas muertes se producen en países de ingresos bajos y medios.

Casi una de cada tres muertes infantiles en el mundo es provocada por la neumonía y la diarrea, enfermedades que se pueden prevenir y tratar. Y la incidencia de otras enfermedades, como la poliomielitis, que durante mucho tiempo se pensó que estaba casi erradicada, ha vuelto a aumentar.

Además, de forma concomitante con la pandemia de la COVID-19, este periodo también ha sido testigo de una pandemia de problemas de salud mental, especialmente entre niños y jóvenes cuyas vidas y desarrollo se han visto especialmente perturbados. A ello se suman el maltrato físico y la violencia sexual y de género, además de la interrupción del acceso a la educación, derivada de los confinamientos y del aislamiento forzoso en el hogar.

La pandemia también provocó una presión excepcional sobre la salud física y mental de los trabajadores médicos y sanitarios de primera línea, sobrecargados y con escaso apoyo, muchos de los cuales sufrieron agotamiento laboral y otras consecuencias para su salud en su intento por atender a tantas otras personas.

La pandemia de la COVID-19 ha destapado varios obstáculos que vienen dificultando la plena realización de la visión de salud y bienestar para todos (Objetivo de Desarrollo Sostenible 3). Entre ellos se incluyen cuestiones específicas del ámbito médico, pero también cuestiones relativas a la relación del sector sanitario con los sectores económico, cultural, religioso y otros. Dada la reacción inicial de algunas iglesias ante la introducción de las vacunas, y el cambio que se dio posteriormente, una vez iniciado el diálogo por parte de los profesionales de la salud de primera línea, quedó claro que es necesaria una mayor interacción entre ambos sectores.

Por otra parte, la pandemia ha subrayado la importancia y la necesidad de que la salud siga siendo una prioridad en la agenda de las iglesias. Muchas iglesias contribuyeron activamente a impartir una correcta educación sanitaria, emprendieron campañas de sensibilización a nivel local e internacional en favor de la distribución equitativa de las vacunas contra la COVID-19 y de otros bienes y servicios sanitarios, abrieron sus instalaciones para la prestación de servicios relacionados con la COVID-19, y ofrecieron servicios diaconales para mitigar los efectos socioeconómicos. Casi todas las principales causas de mortalidad y morbilidad pueden ser reducidas de forma significa mediante programas de promoción de la salud ejecutados por organizaciones confesionales.

Desde que la OMS declarara en 1978 la “Salud para todos en el año 2000” como meta, la longevidad humana ha aumentado, mientras que la mortalidad infantil y juvenil ha disminuido considerablemente. Por ejemplo, la mortalidad infantil por cada millar de niños y niñas ha disminuido de 124 en 1978, a 43. No obstante, estos son avances modestos en comparación con los objetivos establecidos. Además, han aumentado las desigualdades, ya que solo una minoría rica puede adquirir los escasos recursos sanitarios disponibles, mientras que la mayoría pobre ve negado su acceso incluso a los servicios sanitarios básicos.

Además, la población mundial se ha duplicado desde 1978 y sigue creciendo. Ello hace aún más difícil garantizar los servicios sanitarios, alimentarios y sociales (como la educación, el agua, el saneamiento y la higiene), lo que conlleva un empeoramiento de la pobreza, de la degradación medioambiental y de otros determinantes socioeconómicos de la salud. El crecimiento demográfico supera al desarrollo socioeconómico en la mayoría de los países. El aumento del gasto militar y armamentístico de muchos países sigue reduciendo drásticamente la inversión pública en sanidad y en otros sectores sociales pertinentes.

Las enfermedades tropicales desatendidas son a veces denominadas ‘enfermedades de los pobres’, y siguen siendo un ejemplo de la persistente falta de equidad y justicia en la salud.

La salud sexual y reproductiva y los derechos conexos suelen ser considerados asuntos polémicos para muchas iglesias, por razones culturales o por la preocupación de que haya “objetivos ocultos” contrarios a las enseñanzas bíblicas. Pero si se evita abordar estas cuestiones, las mujeres y las niñas se enfrentan a graves consecuencias, como la fístula obstétrica, la circuncisión femenina, los embarazos no planificados por violación e incesto, los abortos mal practicados (en lugares donde este es ilegal), el feticidio y el infanticidio. Además, las niñas y las mujeres de muchos de los países más pobres y de las zonas rurales siguen sin tener acceso a la educación sobre la pubertad ni a los productos sanitarios para la menstruación, lo que afecta a su dignidad y su desarrollo.

En muchos países, los servicios médicos y los centros de atención primaria están directamente afiliados a grupos religiosos. Los profesionales de la salud tienen especial interés en abordar los asuntos relacionados con la salud reproductiva allí donde hay desplazamientos y conflictos. Además, abordar los traumas y la discriminación a largo plazo que sufren tanto las víctimas de la violencia sexual y de género como los niños y niñas que nacen en esas circunstancias es una preocupación primordial para las iglesias.

Junto con otros asociados, el CMI ha abordado recientemente la cuestión de la fístula obstétrica como un problema de derechos humanos. La OMS calcula que cada año entre 50 000 y 100 000 mujeres de todo el mundo se ven afectadas por esta dolencia, que es una lesión que suele producirse por dar a luz sin una atención sanitaria adecuada, por violencia sexual o puede estar relacionada con la mutilación genital femenina. Se calcula que entre 2 y 3 millones de mujeres viven con fístula obstétrica sin tratar, principalmente en Asia y África. La fístula obstétrica es totalmente prevenible y tratable, y ha sido erradicada en los países desarrollados. Pero en algunas partes del mundo es una de las principales causas de mortalidad y morbilidad materna. Las mujeres que viven con fístula obstétrica padecen incontinencia constante y otros problemas de salud. Debido a la vergüenza y a la segregación social que se derivan de esta condición, se trata en gran medida de un problema oculto. Las iglesias tienen un papel fundamental a la hora de apoyar a las mujeres de sus comunidades que padecen esta afección, sensibilizar sobre el problema y luchar contra la discriminación y la estigmatización que conlleva, promover su prevención mediante una atención sanitaria adecuada y el acceso a la cirugía reparadora y reivindicar el derecho de todas las afectadas a ser tratadas con dignidad y respeto.

En lo que respecta a la lucha contra el VIH y el SIDA, el enfoque basado en los derechos humanos ha contribuido a mejorar los servicios de prevención, tratamiento y apoyo. Sin embargo, el reciente informe En peligro: Informe mundial sobre el sida 2022 de ONUSIDA (In Danger: UNAIDS Global AIDS Update 2022)detalla cómo las desigualdades sociales y económicas, a nivel nacional y entre los países, están frenando el progreso en la respuesta al VIH, y cómo el VIH está ampliando aún más esas desigualdades. En 2021, cada dos minutos una adolescente o una mujer joven se infectó con el VIH. La pandemia de la COVID-19 provocó interrupciones en el tratamiento del VIH en muchos países, ya que los gobiernos se centraron en la respuesta a la pandemia. Además, el marcado aumento de los embarazos entre niñas y adolescentes, de los casos de circuncisión femenina y de la ciberpornografía de menores documentado en varios países durante los primeros meses de confinamiento a causa de la pandemia, atestiguan los efectos secundarios negativos de las medidas de confinamiento impuestas antes de la introducción de las vacunas contra la COVID-19.

 

En cada minuto de 2021, murió una persona con VIH, lo que supone 650 000 muertes relacionadas con el SIDA, a pesar de la disponibilidad de un tratamiento eficaz para el VIH y de herramientas para prevenir, detectar y tratar las infecciones oportunistas. Actualmente hay 10 millones de personas que viven con el VIH sin acceso al tratamiento. Solo la mitad (52%) de los niños y niñas que viven con el VIH tiene acceso a los medicamentos que salvan vidas, y la desigualdad en la cobertura del tratamiento del VIH entre estos y los adultos va en aumento.

 

El mundo no avanza lo suficientemente rápido como para acabar con las desigualdades que impulsan las pandemias. Y tampoco lo hace la iglesia. Eso supone una oportunidad perdida, ya que la iglesia cuenta con redes muy amplias entre las personas que viven en medio de esas desigualdades.

Aunque aún queda mucho por hacer para acabar con el VIH como amenaza para la salud pública, los logros alcanzados hasta ahora deberían servir de estímulo para ampliar los enfoques integrales de la lucha contra las enfermedades, sin dejar a nadie atrás. Los esfuerzos ecuménicos sobre el VIH y el SIDA deben ser más sostenibles, integrales, holísticos y amplios.

La salud mental es un aspecto vital del bienestar a lo largo de la vida de una persona: es la capacidad de ser consciente de uno mismo, gestionar las propias emociones y hacer frente a los problemas. Se ha comprobado que la infancia y la adolescencia son las etapas más cruciales para el desarrollo de la resiliencia en materia de salud mental. En la actualidad, se estima que alrededor del 10 al 20 por ciento de los adolescentes de todo el mundo sufren afecciones de salud mental que no son tratadas ni diagnosticadas (OMS, 2019).

Los problemas de salud mental están aumentando entre los adolescentes, y los trastornos mentales son la principal causa de discapacidad entre los jóvenes (Cassels, 2011). Según la OMS (2019) los problemas comunes que presentan los adolescentes son: trastornos emocionales, trastornos de conducta infantil, trastornos alimentarios, psicosis, suicidio y autolesiones, y conductas de riesgo. La Asociación Americana de Psicología y la OMS recomiendan encarecidamente la promoción e intervención en salud mental, así como el tratamiento temprano de los problemas de salud mental para evitar complicaciones graves en el futuro.

En el contexto de la aceleración de la crisis climática, cada vez más niños y jóvenes experimentan “eco-ansiedad”, que la Asociación Americana de Psicología describe como “un miedo crónico a la fatalidad medioambiental”. Cerca del 60% de los jóvenes que respondieron a una reciente encuesta mundial en línea realizada a 10 000 adolescentes y jóvenes adultos de diez países dijeron sentirse “muy” o “extremadamente” preocupados por el cambio climático, mientras que el 75% afirmaron que “el futuro es aterrador”, el 56%, que “la humanidad está condenada” y el 39%, que no estaban seguros de querer tener descendencia. El 58% de los encuestados considera que los gobiernos les están traicionando a ellos y a las generaciones futuras.

De hecho, la crisis climática y otros factores medioambientales son los impulsores de casi todas las principales causas de mortalidad y morbilidad, y muchos expertos en salud mundial consideran que el cambio climático es la mayor amenaza para la salud humana. Además, el aislamiento social y la soledad son un importante factor determinante de resultados negativos en muchos aspectos de la salud mental y física.

Todos estos retos sanitarios se ven agravados por las disparidades económicas y el acceso desigual a la atención sanitaria. Demasiadas comunidades, especialmente en los países y regiones más pobres, siguen sin tener acceso a la educación sanitaria básica y a la atención médica, aunque la salud esté reconocida como un derecho humano fundamental. Entre otras cosas, la desigualdad en la distribución de las vacunas sigue siendo un gran obstáculo para la adopción de medidas eficaces de salud pública en muchos de los países y comunidades más pobres.

En febrero de 2022, a la luz de estos numerosos desafíos, así como del papel histórico y actual de las iglesias como proveedoras de atención sanitaria, el Comité Central del CMI restableció una comisión ecuménica sobre la salud: la Comisión de las Iglesias para la Salud y la Sanación. Esta comisión será el principal vehículo del movimiento ecuménico para galvanizar los esfuerzos colectivos de las iglesias para la promoción de los ministerios de salud y sanación, y ayudar a velar por que las iglesias cumplan con su vocación de promover la salud y el bienestar para todos.

En este esfuerzo seguimos insistiendo en el poder sanador de nuestra fe y en la esperanza que nos conecta con la vida misma en Cristo y nos hace partícipes de la eternidad.

Tras el intercambio de experiencias y aprendizajes que tuvo lugar en la 11ª Asamblea, el Comité Ejecutivo del CMI, reunido del 7 al 12 de noviembre de 2022 en Bossey (Suiza):

Acoge con satisfacción la creación de una comisión ecuménica del CMI para la salud y la sanación;

Invita a las iglesias miembros del CMI a:

  • Comprometerse a convertirse en “iglesias promotoras de la salud” dirigiendo ministerios de promoción de la salud fundados en información objetiva.
  • Evaluar sus sistemas nacionales de salud y determinar las áreas críticas en las que pueden intervenir para garantizar unos servicios sanitarios completos e inclusivos.
  • Evaluar sus actuales carteras de programas relacionados con la salud en función de las necesidades de la comunidad y de las carencias de los servicios sanitarios disponibles, y rediseñar sus ministerios de sanidad en consecuencia, especialmente para satisfacer las necesidades de las mujeres y las niñas, las personas que viven con el VIH, las personas con discapacidad, las que se enfrentan a problemas de salud mental y otros grupos desatendidos y personas socialmente aisladas.
  • Colaborar con sus gobiernos en lo que respecta a la desigualdad en materia de vacunas y promover recursos para la producción local de vacunas y otros productos sanitarios necesarios.
  • Adoptar medidas para abordar el trauma, el estigma y la discriminación que sufren especialmente las mujeres y las niñas debido a la violencia sexual y de género, y garantizar su participación e inclusión significativas en los programas que les proporcionan reparación y rehabilitación.
  • Establecer ministerios de promoción de la salud en todas las congregaciones, como medio para revitalizar el compromiso ecuménico con la atención sanitaria primaria para todos.

Alienta a todas las instituciones de educación teológica a integrar las cuestiones de salud pública en sus programas de educación y formación.