Jeque Al Azhar,

Sus Eminencias, Sus Excelencias:

 

“Bienaventurados los que hacen la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mateo 5,9). Hacer la paz es una obra santa. Todo aquel que trae la paz, la verdadera paz, la paz justa, está al servicio de la voluntad de Dios. Por lo tanto, para los dirigentes religiosos y para los fieles en general, la paz debe ser nuestro objetivo común y nuestra máxima prioridad.

Por ello, como los representantes del Consejo Mundial de Iglesias aquí presentes, estamos muy agradecidos al jeque Al Azhar y al Consejo Musulmán de Ancianos por ofrecernos esta oportunidad para reunirnos y afirmar nuestro compromiso común de trabajar unidos por una paz justa en nuestro mundo.

Este encuentro llega en un momento crítico para este país y para esta región, y para muchas regiones del mundo, donde se aprecian síntomas de división y polarización en los pueblos y las naciones, algunos incluso están dividiendo los pueblos en función de sus creencias religiosas. Vemos que esto ocurre en muchas partes del mundo. Vemos además que se utilizan la identidad religiosa y las referencias a la religión de forma indebida, para crear divisiones e incluso para legitimar la violencia y el terror en nombre de la religión. Esto no es lo que necesitan nuestros hijos para vivir juntos en paz. Esto no es lo que hará que se cumplan las aspiraciones y las esperanzas de nuestros jóvenes.

Creemos en un solo Dios que ha creado a la humanidad, que es una sola, para convivir con su diversidad y sus diferencias. Estamos aquí para compartir nuestras reflexiones y nuestra determinación de demostrar juntos lo que creemos que esto significa en la práctica. Juntos debemos exigir el cuidado de la vida de todos los que han sido creados por Dios. Como obra de Dios, somos responsables ante el Creador por el trato que nos dispensamos los unos a los otros.

Esa es nuestra responsabilidad personal, seamos quien seamos y sea cual sea nuestra posición. Como líderes religiosos tenemos una responsabilidad especial de ensalzar la santidad de la vida de todos los seres humanos creados por el Santo Dios. Como comunidades religiosas estamos llamadas a asumir esa responsabilidad como amor por los demás, creando relaciones de respeto y cuidado con todas las personas.

Reconocemos que todos somos vulnerables y que todos tenemos las mismas necesidades de protección y de disfrute de los derechos humanos. Las autoridades de los Estados tienen la responsabilidad de proporcionar los marcos para que esas necesidades se vean satisfechas, de manera que todos gocemos de la igualdad de derechos y asumamos las mismas responsabilidades.

Esto coincide en varios aspectos con el concepto de “ciudadanía”. El principio de la ciudadanía es, por lo tanto, bajo mi punto de vista, una forma adecuada de expresar, en el ámbito de la política, algo que también es importante en nuestra fe en Dios. El principio de la ciudadanía pertenece al ámbito de la política y de los sistemas jurídicos, pero puede proporcionar los derechos y la protección que necesitamos, seamos quienes seamos y sea cual sea la comunidad religiosa a la que pertenecemos. Todas las personas deberían contar con los mismos principios y la misma seguridad para sus vidas y para la vida de sus hijos y de sus nietos. En el contexto de un Estado y en la comunidad internacional de Estados, necesitamos principios que cuiden de la justicia y la paz para todos. Tenemos que proteger a todos por igual de las injusticias y de la violencia. Necesitamos algo sólido y claro que sirva de plataforma común para nuestra vida juntos.

En nuestras conversaciones con Al Azhar durante los últimos días, hemos visto que es precisamente el concepto básico de la ciudadanía lo que se plantea como valor común. Hemos estado analizando lo que significa para las personas de diferentes religiones vivir juntas, de forma constructiva, como ciudadanos corrientes de un mismo país. Este es, como suele decirse, un tema muy “candente” en algunas partes de Oriente Medio en este momento. Respeto el ejemplo que el jeque Al Azhar está intentando dar a ese respecto. Sin embargo, este es también un problema que cada vez más naciones del llamado mundo occidental deben afrontar, especialmente en estos tiempos de migración internacional generalizada. ¿De qué manera pueden lograr todos los ciudadanos de un país que se les respete por las aportaciones religiosas o étnicas concretas y diversas que pueden ofrecer al rico entramado de la nación, y, a la vez, estar plenamente integrados y habilitados para convivir con todos como ciudadanos constructivos de ese país? Ese es un desafío que no podemos ignorar.

Es más, deberíamos examinar juntos las maneras en que la religión y nuestras prácticas religiosas pueden contribuir a que convivamos en paz y armonía. Deberíamos demostrar lo que significa cuidarnos y protegernos los unos a los otros. Deberíamos reconocernos los unos a los otros que necesitamos el amor y la atención, pero también que necesitamos concedernos los unos a los otros los mismos derechos a ser ciudadanos, vecinos y seres humanos que tengan cubiertas sus necesidades humanas básicas de alimento, agua, seguridad, salud, educación, y la libertad de creer y de compartir sus creencias con los demás.

Creo, amigos, que hemos visto aquí en Egipto ejemplos de lo que eso significa. Hemos oído hablar de muchos casos de musulmanes que protegen y defienden a los cristianos que son víctimas de la violencia. Sabemos que los cristianos dispensan su ayuda a los pobres u ofrecen educación a quien sea, sin importar su religión.

Necesitamos encontrar ejemplos reales de las formas en que el amor a Dios puede manifestarse en el amor hacia los demás. Me resulta alentador que tanto los dirigentes musulmanes como los cristianos afirmen que debemos seguir analizando las formas en que puede expresarse esa relación con el amor divino y nuestro amor.

“Amados, amémonos unos a otros, porque el amor es de Dios. Y todo aquel que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (1 Juan 4, 7-8). Dios nos insta a compartir este amor entre nosotros y con el mundo.

Esta búsqueda de concretización de lo que significa nuestra fe en el amor de un único Dios no es una cuestión abstracta, ni un tímido deseo formulado desde la cruda realidad de la vida; es una cuestión verdaderamente urgente y básica en una época en que varios grupos y líderes pretenden utilizar la religión como un instrumento para dividir, polarizar e incluso legitimar los conflictos y las guerras.

La violencia en nombre de la religión no puede ejercerse sin violar los valores de la religión. La violencia en nombre de Dios contra aquellos que han sido creados a imagen de Dios, se convierte en violencia contra Dios. De principio a fin, debemos rendir cuentas ante Dios.

Debemos emprender otro camino, un camino de peregrinación, y buscar juntos la justicia y la paz con todo aquel que esté dispuesto a recorrer ese camino con nosotros. Ese es el único camino que puede darnos un futuro de esperanza. Ese es el camino del verdadero diálogo.

Estoy también muy contento de que esta conferencia haya tenido lugar a tan poca distancia en el tiempo del diálogo bilateral que el Consejo Mundial de Iglesias ha estado manteniendo con el Consejo Musulmán de Ancianos. Quisiera aprovechar esta oportunidad para expresar cuán importante es para el CMI intensificar nuestra relación con el Gran Imán de Al Azhar y con el Consejo Musulmán de Ancianos, y estamos deseosos de colaborar de manera práctica en el futuro para construir la paz en nuestro mundo.

Como Consejo Mundial de Iglesias, una comunidad de 350 iglesias que representa a 560 millones de miembros, nos sustentamos es un diálogo permanente entre nosotros. Nos “miramos a los ojos para ver lo que tenemos que decirnos” (difunto Patriarca Ecuménico Atenágoras). Estamos convencidos de que, como comunidad de iglesias, estamos llamados a ser una, y creemos que estamos llamados a demostrar que este 'ser una' implica también promover la paz entre los pueblos, los mercados, las comunidades, y también la paz con la Creación.

Como un Consejo de Iglesias, mantenemos relaciones responsables entre nosotros. Somos responsables ante lo que nos une en la base de nuestra fe y nuestra vida cristianas. Es la fe en un solo Dios, el Creador de la humanidad, que es una sola, al que alabamos como Dios trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Este llamamiento a ser una es un llamamiento a la comunidad para la que fuimos creados como parte de esta única familia humana, con todos nuestros dones de diversidad. Estamos llamados a recibir los dones de los demás, y a compartirlos al formar juntos un consejo.

Existen diferencias entre nosotros; algunas son teológicas, otras sociológicas, pero quizás provienen de nuestras diferentes tradiciones religiosas. Estas diferencias son importantes para nosotros, y sospechamos que también lo son para nuestros interlocutores de otras religiones. No queremos negarlas ni fingir que no existen. Pero no impiden que trabajemos juntos por la paz, y así debe ser.

Como un Consejo Mundial de Iglesias de alcance mundial, sentimos profundamente este llamamiento a la unidad. Tenemos el privilegio de contar entre nuestros miembros con iglesias procedentes de todas las regiones del mundo, sin olvidar, claro está, a las iglesias de aquí, de Oriente Medio, y a las del Norte de África.

Compartimos la verdad sobre el amor de Dios y la voluntad de Dios, así como también buscamos la verdad sobre la realidad en que vivimos en nuestros diferentes contextos. La realidad de la gracia de Dios que compartimos se mezcla con la realidad del pecado. Eso nos insta a participar en la familia humana en solidaridad con los demás, en la humildad e incluso con un enfoque crítico y autocrítico.

El CMI se fundó inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, esa tragedia de la humanidad que se convirtió en una catástrofe para naciones y pueblos, algunos de los cuales fueron víctimas de una especie de legitimación cristiana de su sufrimiento, como fue el caso del pueblo judío. Las iglesias tomaron consciencia en 1948 de que ellas también podían ser agentes opresores y contribuir a los conflictos. Era el momento de arrepentirse y reconciliarse.

El mismo enfoque autocrítico se hizo necesario en los años siguientes con las luchas que siguieron a la descolonización en muchas partes del mundo. Una vez más, el cristianismo estaba vinculado a la trágica historia de la colonización y la esclavitud, del racismo y la discriminación.

Hoy debemos luchar de nuevo contra el racismo, la exclusión de los refugiados, la división y la separación, también en nombre de la religión e incluso de nuestra fe cristiana.

Por otro lado, por la gracia de Dios, hemos visto que dialogar entre nosotros y formar un consejo nos ha llamado a la unidad y al orden, al arrepentimiento y a encontrar otros caminos para avanzar.

Dios nos ha llamado a la solidaridad cristiana en la cruz de Cristo. Estando aquí en El Cairo, ante ustedes, me conmueve y me sobrecoge el testimonio de los fieles cristianos que pertenecen a nuestras cuatro iglesias miembros en este país. Honramos su fidelidad en este momento, que resulta especialmente difícil y peligroso. Con la paradoja que reside en la esencia de nuestra fe cristiana, somos testigos de que en su aparente vulnerabilidad hay una gran fuerza espiritual. En su vida cotidiana, en cierto modo ellos reflejan el misterio de la cruz, que es un elemento central de nuestra fe.

Queremos trabajar juntos y con todos los seres humanos y comunidades religiosas, por el bien de nuestro mundo. Esta visión de la diversidad en la unidad es también un don que queremos poner sobre la mesa de la cooperación interreligiosa más amplia, de hombres, mujeres y niños de muchas religiones diferentes que se esfuerzan juntos por alcanzar una paz mundial con justicia para todos los seres humanos, y también, por supuesto, por el bienestar del propio planeta Tierra.

Permítanme, pues, concluir:

Como líderes religiosos, reunidos hoy por la paz, tenemos el deber de hablar con una sola voz, especialmente para enfrentarnos a todo tipo de apología del odio que equivalga a la incitación a la violencia y a la discriminación, o cualquier otra violación de la dignidad que merecen por igual todos los seres humanos, independientemente de su religión, creencia, sexo, opinión política o de otra índole, origen nacional o social, o cualquier otra condición.

Estamos de acuerdo, como seres humanos, en que somos responsables ante todos los seres humanos, al igual que somos responsables de rectificar las formas en que se interpretan y –con demasiada frecuencia– se manipulan las religiones. Somos responsables de nuestras acciones, pero aun más responsables cuando no actuamos o no actuamos de manera adecuada y oportuna. Si bien los Estados tienen la responsabilidad principal de promover y proteger –tanto individual como colectivamente– todos los derechos de todas las personas para que gocen de una vida digna y sin temor; nosotros, como líderes religiosos, tenemos una clara responsabilidad de defender nuestra humanidad compartida y la dignidad que merece cada ser humano por igual. Debemos hacerlo juntos, aquí y en nuestros propios contextos de predicación, enseñanza, orientación espiritual y compromiso social.

Tenemos el deber de hablar del amor y en el amor, de reconducir el discurso de odio con compasión y solidaridad sanadoras, capaces de curar corazones y sociedades por igual. Nosotros, como líderes religiosos, debemos asumir nuestros respectivos roles. Como creyentes y como personas corrientes de nuestras comunidades religiosas podemos generar verdaderos cambios con nuestra forma de hablar, con la manera en que educamos a nuestros niños, con la forma en que vivimos juntos en las comunidades locales y demostramos lo que significa nuestra fe como expresión del amor de Dios.

Juntos podemos cambiar las cosas. Juntos podemos dar esperanza. En el amor por la Humanidad, que es una sola. Hagámoslo juntos.

Rev. Dr Olav Fykse Tveit

Secretario General

Consejo Mundial de Iglesias