por el Rev. Dr. Konrad Raiser
Secretario General del Consejo Mundial de Iglesias

Las celebraciones con las que este año recordarán las iglesias de todo el mundo el nacimiento de Jesús de Nazareth tendrán como marco ineludible el final de este siglo y el comienzo de un nuevo milenio. Belén será el escenario de una importante conmemoración de los dos mil años del nacimiento de Jesús, que se transmitirá por televisión al mundo entero. Numerosos serán los peregrinos que se dirigirán a Nazaret, a Jerusalén y a muchos otros lugares relacionados con la vida de Jesús. Y será una Navidad muy especial en todas partes. Quienes no pertenecen a una iglesia también compartirán la luz que resplandece en Aquél al que confiesan los cristianos como el Hijo de Dios que entró en la historia humana.

Es tal la pujanza simbólica del final de un siglo y del final de un milenio que en muchos lugares no se podrá evitar que las espectaculares festividades públicas con las que se marcará este acontecimiento eclipsen la conmemoración del nacimiento de Jesúcristo. Sin embargo, a pesar de esas festividades, muchos entrarán en el nuevo milenio con el miedo y la angustia de lo desconocido, sentimientos que también llenaban los corazones de muchos en el tiempo en que nació Jesús. Es extraordinario que, aunque hayan pasado dos mil años, la vida y el mensaje de este hijo del pueblo judío sigan atrayendo a hombres y mujeres, que encuentran en él una fuente de esperanza y de certidumbre. Y a medida que ha ido avanzando la historia, con toda su gloria y su ignominia, el anuncio de Jesús de la venida del reino de Dios, que pone en tela de juicio todas las formas de poder humano, ha hecho que la gente mire al futuro con confianza.

Pero en toda conmemoración auténtica y fiel del nacimiento de Jesús por parte de las iglesias, de esas comunidades de creyentes que se han comprometido a seguir el camino de Jesús, no puede faltar una actitud de arrepentimiento, por cuanto, si bien los cristianos han llevado su mensaje, el Evangelio, a todos los confines de la tierra, a menudo se han sentido tentados a seguir otros caminos. El milenio que hoy está llegando a su fin ha estado marcado por la división, los conflictos y la condena mutua entre los cristianos. Los esfuerzos para difundir o preservar la cultura y la civilización cristianas han atizado la violencia y la guerra, la injusticia y la opresión. Y el siglo que ahora concluye, que presenció el nacimiento del Movimiento Ecuménico y la creciente comunión entre los seguidores de Jesucristo, ha sido, sin embargo, el período de mayor violencia de la historia humana. Al conmemorar el nacimiento de Jesús en Belén no podemos menos que recordar la Shoa, que quedará grabada para siempre en el recuerdo del pueblo al que él pertenecía.

En el espíritu de Jesús de Nazaret, nuestro mensaje de Navidad este año debería ser un mensaje de reconciliación: reconciliación entre cristianos, judíos y musulmanes en Israel y en Palestina, ahora que el proceso de paz ha entrado en su fase final; reconciliación entre cristianos y musulmanes en Indonesia, Nigeria, Pakistán, Bosnia y Kosovo; reconciliación entre cristianos, musulmanes e hindúes en la India; en definitiva, reconciliación entre todos los miembros de la familia cristiana del mundo entero.

Es verdad que en los últimos años de este siglo se han tomado importantes iniciativas para poner fin a la división de los cristianos. Esas iniciativas deben proseguir. A las iglesias incumbe el ministerio de reconciliación, que deben ejercer ante todo en el seno de su propia familia. Sólo así podrán ser portadoras de la luz que han recibido en Jesucristo, pues "En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz resplandece en las tinieblas, y las tinieblas no la dominaron." (Juan 1:3-5). Que esa luz siga resplandeciendo cuando celebremos este año Navidad.