en ocasión del sexagésimo aniversario del Consejo Mundial de Iglesias

 

 

Catedral Saint Pierre, Ginebra, 17 de febrero de 2008

«Os ruego, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que habléis todos una misma cosa y que no haya entre vosotros divisiones, sino que estéis perfectamente unidos en una misma mente y un mismo parecer ». (1 Cor 1:10)

 

Amadísimos hermanos y hermanas en Cristo,

Harto de las disputas internas y de las divisiones en el seno de la Iglesia de Corinto que había fundado hacía algún tiempo, San Pablo, en una primera carta dirigida a los miembros de esta joven comunidad, les dirige la exhortación que acabamos de oír. El Apóstol de las Naciones actuaba así teniendo en cuenta que, en un entorno dominado por la cultura pagana, como era el de esta ciudad griega donde florecían varias escuelas de pensamiento, la fe cristiana que él les había revelado corría el riesgo de quedar reducida a una sabiduría filosófica humana, si cada uno revindicaba su pertenencia a éste o aquél maestro, y no al Maestro Jesucristo. Planteándoles la pregunta decisiva: «¿Cristo está dividido?», San Pablo quería recordar a los corintios que las divisiones en la iglesia contradicen su naturaleza, falsean su testimonio y hacen fracasar su misión en el mundo.

Es ésta precisamente la verdad evangélica que, al comienzo del siglo XX, constituyó la base de la movilización de nuestras iglesias, las cuales, ante el escándalo de la división, se volcaron en el examen de la cuestión urgente de la unidad cristiana, estableciendo vínculos fraternos entre iglesias divididas y construyendo puentes para salvar sus divisiones.

Uno de tales puentes fue indudablemente el Consejo Mundial de Iglesias, cuyo sexagésimo aniversario celebramos hoy con la debida solemnidad.

Por esta razón, queridos hermanos y hermanas, nuestra iglesia, el Patriarca Ecuménico y nosotros personalmente participamos en este aniversario jubilar con gran alegría y con un profundo reconocimiento a nuestro Dios Trinitario. Un aniversario que constituye para el Consejo Mundial de Iglesias y sus iglesias miembros, así como para sus órganos rectores, no sólo la ocasión de hacer un balance del trabajo realizado hasta ahora, sino también, y principalmente, una oportunidad única para volver todos juntos nuestra mirada al futuro y dar a esta «comunidad fraterna» que es nuestro sexagenario Consejo, un nuevo impulso, una nueva visión y un mandato renovado.

¿Quién habría imaginado que un día se haría realidad el llamamiento lanzado en 1920 por la iglesia de Constantinopla «a todas las Iglesias del mundo», invitándolas, inmediatamente después de la fraticida Primera Guerra Mundial, a formar una «Liga de Iglesias»? Una «Koinonia/Comunión de Iglesias», según el modelo de la «Sociedad de las Naciones » fundada el mismo año en esta acogedora ciudad de Ginebra, con el fin de superar la desconfianza y amargura, acercarse unas a otras, crear vínculos fraternos entre ellas y promover así su cooperación. Como se decía en dicha Encíclica, «Es preciso despertar y consolidar la caridad cristiana entre las iglesias, para que no consideren ya a las demás iglesias como extranjeras, sino como parientes cercanas, que pertenecen en Cristo a la misma familia, son coherederas y miembros de un solo cuerpo y participan de la misma promesa en Jesucristo».

Con gran elocuencia, desde la cátedra de esta misma Catedral histórica de la reforma, hace 41 años, el Pastor W.A.Visser't Hooft, con ocasión de la visita de nuestro predecesor el Patriarca Atenágoras al Consejo Mundial de Iglesias y a la Iglesia Protestante de Ginebra, afirmaba que «la Iglesia de Constantinopla fue una de las primeras que en la historia moderna recordó al cristianismo que desobedecería a la voluntad de su Maestro y Salvador, si no intentara manifestar en el mundo la unidad del pueblo de Dios y del Cuerpo de Cristo». Y añadió que, con esta Encíclica patriarcal, «se llamaba a formar filas».

Lejos de nosotros, evidentemente, la idea de reivindicar solamente para nuestra iglesia la «paternidad</em»> del Consejo Mundial de Iglesias, al citar esas palabras de la excepcional personalidad del movimiento ecuménico que fue Visser't Hooft. Sin embargo, es un hecho histórico que esta acción decidida de Constantinopla coincidió con iniciativas similares emprendidas por per­sonalidades anglicanas y luteranas de los Estados Unidos y del Norte de Europa, sobre todo por los Obispos Charles Brent y Nathan Söderblom, los cuales, por su parte, iniciaron casi simultáneamente un proceso de acercamiento y concertación cristianas. La primera de las personalidades citadas, para estimular el diálogo teológico en el marco de «Fe y Constitución» y la segunda, para promover la acción social de las iglesias dentro del movimiento de «Cristianismo Práctico». Así pues, se puede afirmar que la acción concertada de las iglesias ortodoxas, las anglicanas y las surgidas de la reforma fue, en la década de 1920, la base del movimiento ecuménico contemporáneo, y dio lugar a la fundación, del Consejo Mundial de Iglesias, tres decenios después. Esta comunidad fraterna, sigue siendo indudablemente al día de hoy la expresión institucional más re­presentativa de este movimiento casi centenario.

60 años, menos algunos meses, han transcurrido desde que el lunes 23 de agosto de 1948, el Arzobispo de Canterbury, Geoffrey Fisher, en la sesión plenaria de la Primera Asamblea de Ámsterdam, anunció solemnemente la fundación del Consejo Mundial de Iglesias. Esta plataforma intereclesial se ha puesto al servicio de sus iglesias miembros y se ha dedicado a profundizar el espíritu del Evangelio, a buscar la unidad cristiana y la cooperación de las iglesias en el ámbito social y diaconal, para afrontar los graves y apremiantes problemas de la humanidad.

Quienes están familiarizados con la historia y la evolución del Consejo reconocen que los dos primeros años que siguieron a esta asamblea inaugural fueron años de búsqueda de la naturaleza misma de este foro intereclesial. Porque, si bien los objetivos que debía perseguir el Consejo quedaban claros a los ojos de esos miembros fundadores, había que definir todavía su naturaleza y su lugar en el concierto de las iglesias. Por ello, es importante subrayar que solamente después de las garantías dadas por la famosa Declaración de Toronto de 1950, según las cuales «el Consejo no trataría de sustituir a las iglesias, ni las obligaría a adoptar posiciones contrarias a sus condiciones eclesiológicas», sus iglesias miembros pudieron definir el marco dentro del cual deberían trabajar en adelante, para realizar las tareas que se habían fijado dos años antes.

Una vez resueltos los interrogantes legítimos sobre la naturaleza del Consejo, éste, sobre todo después de su fusión con el «Consejo para la Misión» y el «Consejo Mundial para la Educación Cristiana» en los años 60, entró en un período feliz y fecundo de una treintena de años. Y durante ese período, desplegó una actividad rica y multidimensional, admirada y alabada por unos y protestada y criticada por otros, en los sectores de la investigación teológica, la misión y la evangelización, la educación cristiana, la diaconía, el desarrollo sostenible, la justicia social, la protección del medio ambiente, la defensa de los derechos humanos, la erradicación de la miseria y la pobreza, y la eliminación de las discriminaciones raciales.

Durante estos años de trabajo intenso y ricas cosechas, se han perfilado en la marcha del Consejo dos tendencias claramente distintas. La primera, que se podría denominar «eclesiástica</em»>, quería centrar el problema ecuménico en torno a la preocupación de llegar lo más rápidamente posible a una unidad doctrinal y orgánica de las iglesias particulares existentes y hacía hincapié en el contenido de la fe, así como en la constitución y estructura de la iglesia; la otra, más pragmática, reconociendo las dificultades objetivas para llegar a una unidad dogmática, consideraba que la esencia misma del ecumenismo reside en la acción de las iglesias «en el mundo y para el mundo», y se movilizaba para hacer conscientes a los fieles de la presencia de Cristo en la base de toda acción social, científica y política.

Sin embargo, mientras seguían los debates interminables y animados entre los partidarios de estas dos escuelas de pensamiento acerca de la naturaleza y la misión del Consejo, se elevaron otras voces, sobre todo del lado del Oriente Ortodoxo, para señalar que un ecumenismo que eligiera exclusivamente una u otra de las dos tendencias, traicionaría los principios fundamentales de la obra ecuménica y no aportaría ninguna contribución esencial a las iglesias en su camino hacia la unidad. Unidad, que no es un fin en sí misma, sino ponerse al servicio tanto de las iglesias como del mundo, sin separación entre lo sagrado y lo profano, entre lo eterno y lo temporal. El verdadero ecumenismo, afirmaban dichas voces, es el que, a la vez que se moviliza en favor de la unidad cristiana, no cesa de preocuparse de los males que afligen al mundo de hoy. Como subrayó nuestra iglesia de Constantinopla en la celebración del vigésimo quinto aniversario del Consejo, hace ya 35 años, «el Consejo Mundial de Iglesias, instrumento comprometido no solamente en el diálogo teológico, sino también en la solidariedad y el amor recíproco, … debe persistir en sus esfuerzos encaminados a un encuentro más abierto y más real con el ser humano que sufre hoy de tantas maneras. Haciendo esto, el Consejo, por medios visibles e invisibles, mediante palabras y acciones, a través de sus decisiones y gestiones, puede proclamar a Cristo, y solamente a Cristo».

En efecto, a lo largo de los seis decenios de su vida, el Consejo ha constituido una plataforma ideal en la que las iglesias, procedentes de horizontes diferentes y pertenecientes a una gran variedad de tradiciones teológicas y eclesiológicas, han podido dialogar y promover la unidad cristiana, respondiendo al mismo tiempo a las múltiples necesidades de la sociedad contemporánea.

Con todo, es preciso reconocer que, durante esos 60 años, pero sobre todo a lo largo de los dos últimos decenios, la vida del Consejo ha estado a menudo agitada a causa del gran número de divergencias de carácter teológico, eclesiológico, cultural y moral, que envenenaron las relaciones fraternas entre sus miembros y llevaron gradualmente a la crisis penosa de hace diez años, poco antes de la celebración del quincuagésimo aniversario del Consejo Mundial de Iglesias, y unos meses antes de su Octava Asamblea General de Harare en Zimbabwe. Una crisis atribuida a primera vista a diferencias entre los miembros ortodoxos y protestantes del Consejo, pero que, en realidad, era una crisis entre los pertenecientes a diversas tradiciones teológicas y eclesiásticas, entre iglesias que tenían, cada una de ellas, una lectura y una interpretación diferentes de las Sagradas Escrituras, así como una percepción diferente de las cuestiones de orden ético y sociopolitico. Una crisis, sin embargo, saludable, que nos ha permitido dialogar por fin sinceramente, humildemente y sin ninguna segunda intención, y que nos ha ayudado a superar las dificultades crónicas que envenenaban nuestras relaciones fraternas, dándonos al mismo tiempo un nuevo impulso para continuar la marcha común en el camino de la unidad. Se creó, así, la Comisión Especial y todos somos plenamente conscientes de sus resultados después de tantos años de diálogo intenso y de trabajos fructíferos en un espíritu fraterno y de respeto mutuo.

De esta forma, liberados de las crispaciones del pasado y determinados a mantenernos y actuar juntos, durante la Novena Asamblea celebrada en Porto Alegre, Brasil, hace dos años, preparamos el terreno para una nueva etapa de la vida del Consejo, teniendo siempre presente el contexto actual de las relaciones intereclesiales, así como los cambios que se han producido gradualmente en el espacio ecuménico.

Nos alegrados de que, en el centro de las actividades del Consejo, se halle siempre el ideal de las iglesias en él comprometidas de llegar, por la gracia de Dios, a su unidad en una misma fe y en torno a una misma Mesa Eucarística. De ahí se derivan precisamente la importancia capital y el papel primordial del Consejo Mundial de Iglesias, sobre todo de «Fe y Constitución», en la profundización de la cuestión eclesiológica, que afecta a la esencia misma del Consejo, así como en la búsqueda de la unidad cristiana. Se trata de una tarea que sigue siendo difícil de realizar, y de un camino que hemos de recorrer todos juntos con amor, responsabilidad y respeto mutuo de la tradición y la enseñanza de la iglesia de nuestro Salvador Jesucristo.

Expresamos también nuestra satisfacción por el hecho de que la Novena Asamblea haya confirmado la vocación del Consejo Mundial de Iglesias en todo lo relativo a la presencia de la iglesia en la sociedad, reconociendo su función catalizadora en la construcción de la paz en el mundo, la promoción del diálogo interreligioso, la defensa de la dignidad humana, la lucha contra la violencia, la conservación del medio ambiente y la solidaridad con quienes tienen necesidad. Y bendecimos de todo corazón estas actividades múltiples de nuestro Consejo, sobre todo porque la misión del cristiano en el mundo consiste precisamente en encarnar la verdad y el amor de Dios de la manera más plena posible, ya que al final de los tiempos será juzgado según haya vivido o no en el Espíritu de Cristo.

Después de hacer referencia a las orientaciones de la Novena Asamblea para los años venideros, no podemos dejar de mencionar su decisión tan justa y pertinente de permitir a nuestros jóvenes participar activamente en la vida del Consejo. Creemos firmemente que esta apertura hacia los jóvenes no podrá ser sino beneficiosa y portadora de esperanza para el Consejo. Permitirá el nacimiento de una nueva generación de obreros de la viña ecuménica, ya que la generación actual no se ha preocupado, o no ha tenido la voluntad, de formar nuevos elementos que puedan tomar el testigo de nuestras manos. Podemos tener la seguridad de que esta presencia aportará un nuevo aliento y una dinámica renovada a nuestro Consejo, el cual se interroga hoy sobre su función y está buscando su verdadero lugar en la constelación ecuménica que ha ocupado gradualmente el espacio intereclesial.

La Novena Asamblea ha reconocido de forma muy pertinente que las cambios rápidos y profundos que se producen en la vida de nuestras iglesias obligan al Consejo Mundial de Iglesias a reexaminar las relaciones ecuménicas y a iniciar un proceso de reconfiguración del movimiento ecuménico, consistente en regular las complejas relaciones entre el Consejo y sus múltiples interlocutores, con el fin de garantizar así la coherencia, la claridad y la transparencia en los trabajos emprendidos.

Ni qué decir tiene que es más que nunca necesario aclarar la misión y la función concreta de cada interlocutor en el ámbito eclesial. Permítasenos señalar, no obstante, que la repartición de las responsabilidades no debería realizarse en detrimento del Consejo. Porque si se atribuye a éste progresivamente, como se tiende actualmente, la mera «función de animador» en el proceso de reconfiguración del movimiento ecuménico, estableciendo nuevas alianzas intereclesiásticas o, también, creando instrumentos ecuménicos paralelos para realizar las tareas que son parte del «ser» mismo y de la misión del Consejo, vaciamos su contenido. Por esta razón, creemos firmemente que los tres pilares: «Unidad</em»>, «Testimonio</em»>, «Diaconia» sobre los que cimentamos el Consejo hace 60 años, deberían mantenerse y consolidarse, para que sea coherente con su constitución y creíble en su misión.

Para concluir, y parafraseando la expresión popular según la cual «hay que poner la iglesia en medio de la aldea», desearíamos expresar nuestro profundo convencimiento de que el proceso de reconfiguración del movimiento ecuménico nos ofrece la ocasión de «volver a colocar el Consejo Mundial de Iglesias en medio de la aldea ecuménica». La Décima Asamblea del Consejo, cuya naturaleza y contenido son ya objeto de debate en esta reunión del Comité Central, se presenta como una excelente oportunidad para realizar esta tarea.

Amadísimos hermanos y hermanas en Cristo:

Lo que hoy nos preocupa a todos, así como a todas nuestras iglesias, es la visión del futuro del Consejo. Y nos planteamos varias preguntas, seriamente, con respeto y con sentido de responsabilidad: ¿Nuestras iglesias siguen deseando 60 años más tarde la presencia del Consejo en su vida eclesiástica? Y si lo desean, ¿qué esperan de él? ¿Cómo ven su futuro? ¿Pensamos en otro Consejo? ¿Un Consejo diferente y diversificado, nuevo y renovado? ¿Un Consejo más pragmático y más eficaz? ¿De qué tipo de Consejo tienen necesidad nuestras iglesias?

¿Estamos dispuestos, como iglesias miembros, a adherirnos a las conclusiones de la Comisión Especial, que sugiere que ha llegado el momento, el kairos perfectamente apropiado, para que el Consejo Mundial de Iglesias reúna a sus iglesias miembros en un espacio ecuménico en el que se pueda crear y desarrollar la confianza; en el que las iglesias puedan desarrollar y someter a la prueba de los hechos sus propias concepciones del mundo, sus prácticas sociales particulares, así como sus tradiciones litúrgicas y doctrinales, manteniéndose, sin embargo, distintas unas de otras y profundizando su encuentro unas con otras?

¿Estamos hoy en condiciones, en cuanto iglesias miembros, de reafirmar la función del Consejo como un espacio ecuménico privilegiado en el que las iglesias creen libremente redes de diaconía y de defensa y promoción de determinados valores y pongan sus recursos materiales a disposición de las demás; o, por medio del diálogo, las iglesias continúen destruyendo las barreras que les impiden reconocerse mutuamente como iglesias que confiesan la fe común, administran un mismo bautismo y celebran la eucaristía común, a fin de que la comunidad que constituyen pueda llegar a ser una comunión en la fe, la vida sacramental y el testimonio?

¿Estamos dispuestos a renovar nuestra confianza en este Consejo, que es el nuestro, como instrumento útil y necesario para tratar de dar respuestas a las cuestiones sociales y éticas, en la medida en que permite a las iglesias, pese a su diversidad eclesiológica, afirmar que pertenecen a una comunidad fraterna por el hecho de confesar juntas al Señor Jesucristo como Dios y Salvador, para la gloria del Dios único, Padre, Hijo y Espíritu Santo, así como para renovar su voluntad de permanecer unidos a fin de desarrollar el amor que tienen unas hacia otras?

Amadísimos hermanos y hermanas:

Permítame concluir volviendo a nuestro punto de partida. Los vínculos fraternos entre las iglesias divididas y los puentes para salvar nuestras divisiones son más indispensables que nunca. El amor es esencial para que el diálogo entre nuestras iglesias proceda con toda libertad y confianza; para reconocer que no son necesariamente insuperables las divergencias derivadas de las formas diferentes entre las iglesias de dar sus respuestas a las cuestiones morales, puesto que las iglesias dan testimonio del Evangelio en contextos diferentes. Además de reconocer que el diálogo sobre las cuestiones éticas y morales presupone que las iglesias no se contentan con «convenir de un desacuerdo</em»> sobre sus enseñanzas morales respectivas, sino que están dispuestas a confrontar sinceramente sus divergencias y profundizar en ellas a la luz de la doctrina, de la vida litúrgica y de la Sagrada Escritura. Es éste el misterio de la vida esperada, ofrecida y acogida que la Iglesia de Cristo está llamada a vivir y a dar testimonio de él en el mundo de hoy.

Avancemos, pues, con esperanza por el camino que nos trazamos hace 60 años. No nos desalentemos cuando haya obstáculos que obstruyen nuestro andar. Nuestra vocación humana, como iconos del Dios Trinitario, no consiste sino en reproducir sobre la tierra el movimiento de amor compartido tal como existe eternamente en la comunión Trinitaria. Oremos a Dios Padre que se digne armarnos con el poder del Espíritu Santo, para que podamos «conocer el amor de Cristo, que excede de todo conocimiento» y estar así «llenos de toda plenitud de Dios». (Ef. 3:14-19). ¡Amen!