Buscad a Dios - con la alegría de la esperanza

Metanoia

por Wanda Deifelt

Hay momentos, aunque probablemente demasiado pocos, en los que la humanidad se da cuenta de la necesidad de una conversión real, de un cambio de dirección, de un nuevo comienzo. Esos momentos, en los que Dios irrumpe en la historia, no sólo nos recuerdan que nos hemos alejado de El, sino también que, por nuestros pecados, hemos perdido nuestra humanidad. Y de que, al perder el contacto con lo que nos hace humanos, nos hemos vuelto insensibles a las necesidades de nuestros semejantes, e incluso a las nuestras.

La metanoia - la conversión - nos obliga a aceptar la ambigüedad de la existencia humana: esa ambigüedad que hace que seamos santos y pecadores al mismo tiempo. Los humanos somos capaces de bondad, de generosidad y de amor. Pero también hay en nosotros un potencial de maldad, de egoísmo y de odio. Y ante esa dicotomía cedemos fácilmente al simple instinto de conservación, al mantenimiento del statu quo. No nos atrevemos a arriesgarnos. Es asombroso comprobar cómo nosotros, como cristianos, aceptamos los criterios de valor de este mundo. Y hace mucho que para nosotros han pasado a segundo plano la pasión por la justicia, la capacidad de aceptación de los riesgos, el deseo de establecer relaciones más justas...

Como seres humanos, nos encontramos siempre ante la alternativa entre el cambio y la aceptación del statu quo. Aunque también es cierto que aspiramos a "otra" realidad, y que echamos de menos y sentimos el vacío de algo que no podemos conseguir con nuestros propios esfuerzos. Como dice Nelle Morton: "Un día comprendí que sentirse en casa no es algo estático. Sentirse en casa es algo dinámico, que se refleja en la calidad de nuestra relación con los demás; un estado en el que cada uno se esfuerza por ser auténtico y por asumir cada vez más su responsabilidad por el mundo". Este es nuestro sentimiento ante la realidad del reino de Dios, que supone una situación de justicia, de paz, de reconexión y de reconciliación. Anhelamos algo que ya existe, pero que no es todavía del todo una realidad, que no puede establecerse más que por la gracia de Dios, en Jesucristo, y por obra del Espíritu Santo, y que cuando se realice nos hará sentirnos en casa.

Por eso, y como hijos pródigos que vuelven al hogar, nos arrepentimos. Nos arrepentimos, primero, por la idea que nosotros nos hacemos de Dios. Chico César, cantautor y músico brasileño, canta con su ritmo afrobrasileiro: "Hay personas que no dejan a Dios en paz, que lo tratan como si estuviera a su servicio. Son como demonios, que hacen de la vida de Dios un infierno". Nosotros nos arrepentimos de nuestros intentos de domesticar a Dios y de definir su grandeza con lo limitado de nuestro lenguaje y de nuestra experiencia. Y confesamos que usamos el nombre de Dios para justificar asuntos demasiado humanos. Y por eso le pedimos: "Hágase tu voluntad en el cielo, así como se hace en la tierra".

También nos arrepentimos por la forma en que percibimos a nuestros prójimos. Según nos cuenta el Génesis, Dios creó al hombre y a la mujer a su imagen. Todos los seres humanos, cualesquiera que sean su clase, su raza, su casta, su género o su preferencia sexual, reflejan, pues, la imagen divina. Y si nosotros nos miramos mutuamente a los ojos, podemos percibir en ellos un rastro de lo divino. Cuando una relación humana se rompe, ya no podemos mirarnos cara a cara, ya no podemos mirarnos mutuamente a los ojos. O miramos desde arriba, en una posición de poder, o miramos desde abajo, sintiéndonos impotentes. Mirar a los ojos a otro ser humano es compartir el mismo espacio, situarse en una posición de igualdad. La metanoia es la apertura a los otros. Y en ella lo extraño, lo no familiar, se pone bajo las alas protectoras de Dios, bajo la cruz de Cristo.

Nos arrepentimos de la forma en que percibimos la naturaleza y tratamos la creación de Dios. Y, considerando el "omnicidio" de que son víctimas, no sólo los humanos, sino también los animales, las plantas y todo el sistema ecológico, reconocemos la ineficacia de los gestos con los que hemos tratado de hacer más hospitalario el medio ambiente en que vivimos.

Incluimos, sí, el arrepentimiento en nuestro culto, pero ¿comprendemos realmente su sentido? Muchos de nosotros se sienten "limpios" porque no han hecho nada malo. A veces, sin embargo, no pecamos por lo que hemos hecho, sino por lo que hemos dejado de hacer. Pecamos por omisión, y no sólo por comisión. No nos lavemos las manos como Pilato, ni pretendamos que nuestra limpieza es pureza de corazón. Atrevámonos, en cambio, a ser proféticos y a ensuciarnos las manos: a ensuciránoslas con la suciedad de los barrios miseria, de los pobres que duermen en las calles, de los adolescentes que el turismo del sexo arrastra a la prostitución, de los drogadictos que no encuentran sentido a sus vidas, de los campesinos sin tierras, de los indígenas, de los pequeños agricultores que han perdido sus campos y su dignidad, de los enfermos de sida. Ensuciémonos las manos tendiéndolas para agarrar la mano del otro, la mano que conmueve las bases de nuestras verdades y de nuestras seguridades.

Por eso, nos volvemos a Dios, a lo divino que hay en nosotros, en los otros y en la naturaleza. Volvernos a Dios, buscarlo, significa volvernos hacia la humanidad y reconocer los sufrimientos, los dolores y la muerte que caracterizan a nuestros tiempos. La metanoia llena de lágrimas nuestros ojos. Y nosotros reconocemos lo frágil que es el ser humano y la necesidad que tiene de la gracia y del amor de Dios. En su ochenta cumpleaños, y después de un largo exilio en México, el poeta español León Felipe escribía sobre el valor de llegar al límite de uno mismo con lágrimas en los ojos: "cuando mis ojos lo alcancen, su función ya no será la de llorar, sino la de ver. Y entonces veremos, a través del cristal de las lágrimas que hemos derramado, toda la luz del universo, lo divino, lo poético, que siempre hemos buscado".

Vemos el mundo a través de nuestras lágrimas. Ver con lágrimas en los ojos es reconocer que nuestra mirada no puede por menos de ser parcial, que estamos del lado de los que sufren. Ver con los ojos borrosos por el llanto no es estar ausente del mundo. Como María Magdalena llorando junto al sepulcro: sus lágrimas la identificaban con aquel que había sido perseguido, con aquel que había muerto en la cruz. Llorar por y con los que sufren es ponernos a su lado y sufrir las consecuencias de nuestra posición. Es anunciar, con Pablo, que no es la muerte lo que prevalece, sino la integridad de la creación de Dios, gracias a la resurrección.

Como anticipo de la felicidad que se nos promete, exhortamos al pueblo de Dios a que busque a Dios con la alegría de la esperanza, testimoniando aquí y ahora de que los signos del reino de Dios están ya presentes entre nosotros. El reino de Dios no existe a causa de los esfuerzos que los unos o los otros hagamos. Existe por causa de Dios. Y nosotros, como cristianos, estamos invitados a ser signos de ese reino entre nosotros, a ser la voz profética de nuestros tiempos.

¿Qué mensaje transmitimos al mundo cuando los cristianos no pueden hablar con una sola voz contra las injusticias de nuestros tiempos? ¿Por qué nosotros, como cristianos, gastamos tanto tiempo y tanta energía en las cuestiones que nos separan como individuos y como iglesias? Nuestros tiempos exigen de nosotros una declaración más firme, exigen que nos arriesguemos y que amemos apasionadamente la vida - la vida en abundancia.

Cuando se fundó el Consejo Mundial de Iglesias, hace cincuenta años, las cuestiones que había que tratar estaban bien claras. Después de las dos guerras mundiales vividas en este siglo, la necesidad de reconciliación y reconstrucción era evidente. Era un momento de curación y de reparación, de justicia para todos los que habían sido perseguidos bajo el régimen nazi. Pero también ahora, como entonces, necesitamos voces proféticas, voces de reconciliación y visión de futuro. No obstante, vemos con pesar que el ansia de beneficios ha ido desplazando gradualmente a los profetas. Incluso en nuestras iglesias se da a veces más valor a los primeros que a los segundos, y el espíritu de cooperación que existía entre nosotros ha cedido el paso a la competencia. Por esto también, nosotros, como iglesias, debemos arrepentirnos.

Dios irrumpe en la historia para ser crucificado. Y nosotros, como cristianos, vemos el mundo desde la perspectiva de Cristo en la cruz. Vemos el mundo con lágrimas en los ojos, porque compartimos todos sus dolores y sus sufrimientos. Nada puede ser más radical, estando al pie de la cruz, que decir: "Yo creo en Cristo". Este es el profundo compromiso de Dios con la humanidad, de un Dios que no nos vuelve la espalda, que no nos juzga con arreglo a nuestros méritos, sino que nos encuentra allí donde estamos y nos extiende sus manos generosas para abrazarnos, invitándonos a agruparnos de nuevo en torno a él.

Las cruces hechas en El Salvador simbolizan esta nueva dimensión de restablecimiento de nuestra relación con Dios y con los demás. Los sufrimientos de Cristo nos permiten arrepentirnos y decir que el sufrimiento ya no puede ser aceptado. Nosotros podemos celebrar los frutos de la reconciliación con Dios y con todos los seres humanos, del mismo modo que saborearíamos los primeros frutos de una cosecha. Los frutos del arrepentimiento son la justicia, la libertad, la paz, la igualdad, el respeto y la dignidad de todos los hijos de Dios. Y por eso somos invitados a buscar de nuevo a Dios - confesando nuestros pecados y enderezando nuestros caminos - con la alegría de la esperanza.