Buscad a Dios - con la alegría de la esperanza

Anamnesis

por Anastasios, Arzobispo de Tirana y de toda Albania

1. Al celebrar en la meseta de Harare el jubileo del Consejo Mundial de Iglesias, evocamos la accidentada marcha de los cristianos al final del segundo milenio. Asambleas, reuniones multiformes, luchas; éxitos, fracasos, entusiasmo y decepción. Pero, sobre todo, gentes en movimiento. Con esfuerzo y con dolor. Con visión y con esperanza. Y ahora en un hito del camino propio para la autocrítica y la renovación de los compromisos.

Miles de personas de todas las naciones y tradiciones culturales se han reunido aquí en representación de cientos de comunidades cristianas y de millones de personas de todo el mundo. El lazo común que nos une a todos es una serie de recuerdos de acontecimientos extraordinarios. Pero, sobre todo, un recuerdo preciso, una Anamnesis, que es la raíz principal de todos los demás.

Un simple repaso de los temas de las pasadas Asambleas1 revela las condiciones, el punto de partida espiritual, pero también el afán de búsqueda. Durante estos días, recordaremos muchos aspectos de esta accidentada ruta, con una actitud doxológica por todo lo bueno que Dios nos ha dado, y también con un espíritu de arrepentimiento por nuestras faltas y omisiones. Recordaremos las claves a partir de las cuales nuestro pensamiento ha ido evolucionando a lo largo de Asambleas anteriores: Jesucristo, Espíritu Santo, Hombre, Dios; Desorden, Esperanza, Luz, Vida, Libertad, Unidad, Renovación; el Mundo, toda la Creación, todas las cosas.

Este jubileo del CMI nos introduce automáticamente en un segundo gran círculo: La marcha de la Iglesia durante dos milenios, con toda su presencia transformadora, pero también con sus trágicas aventuras. Esa historia no es un pasado perdido. Es el subconsciente de lo que hoy experimentamos. Todo lo que somos ahora ha venido determinado por los acontecimientos que han tenido lugar durante los veinte últimos siglos. Una comunidad sin memoria o con una memoria intermitente es una comunidad problemática y frágil.

No obstante, ese segundo círculo de recuerdos conduce a un tercero, de enormes dimensiones, que se extiende a todo el mundo, e incluye todo el espacio y el tiempo. En función de éste existen los dos primeros círculos. La Iglesia ha sido y sigue siendo la comunidad que recuerda. Cómo Dios, desde la creación del universo, y todo a lo largo del tiempo, ha guiado, protegido y bendecido a la humanidad, eligiendo a personas o entidades que descansaban enteramente en Él. "Me acordaré de las obras del Señor; sí, haré yo memoria de tus maravillas antiguas" (Salmo 76 (77):11). La Iglesia recuerda con gratitud y saca fuerza e inspiración de lo que recuerda. "Acuérdate bien de lo que hizo el Señor, tu Dios" (Deut. 7:18), fue la orden de Dios a su pueblo cuando lo guió de la esclavitud a la libertad. Este acontecimiento pascual adquirió más tarde un nuevo significado, una nueva perspectiva y un dinamismo en la persona de Cristo.

2. Toda esta serie de recuerdos conduce finalmente a la Anamnesis fundamental que define nuestra identidad cristiana: El recuerdo de la asombrosa intervención de Dios en la vida de la humanidad. El recuerdo, en la fe y la dedicación, de la economía de Dios en Cristo por conducto del Espíritu Santo determina la conciencia de nuestra identidad. A partir de ahí empiezan todas las demás cosas y adquieren su significado.

Sabemos que el recuerdo constituye un mecanismo psicológico básico, una función compleja vinculada a la conciencia que el hombre tiene de sí mismo y a la salud de la persona humana. Puede ser, en general, menos o más vívido. En el primer caso, se reduce a una simple y vaga avocación de un pasado remoto. En el segundo, hay un fortalecimiento de la memoria que hace que el pasado se convierta en presente y defina decisivamente el futuro. Toda la civilización humana y todos los conocimientos adquiridos se han basado en la capacidad para organizar y sacar partido de la memoria.

La aberración, el declive de la memoria, provoca un derrumbamiento más general de la personalidad. Yo recuerdo el caso de un eminente profesor de la Universidad de Atenas, cuya memoria se vio gravemente afectada por un accidente. Al encontrarse con sus amigos solía decir: "Saben ustedes, yo soy el Profesor S., que era uno de lo mejores profesores de la universidad". Era evidente que estaba en decadencia. Cuando uno pierde la capacidad de recordar, se encuentra en una tremenda crisis. Muchas veces, muchos de nosotros como cristianos, y muchas comunidades cristianas, parecemos personas o grupos problemáticos cuando perdemos el vívido recuerdo de la conciencia cristiana o no tenemos sino muy débilmente la facultad de la Anamnesis.

3. El pilar básico que constantemente mantenemos es la Anamnesis de la obra redentora de Cristo, que va penetrando en nuestra existencia y continuamente la transforma. La Anamnesis no es una simple función intelectual; es una acción. Tiene un espectro incomparablemente más amplio, que incluye el elemento pensante, y la convierte en un acontecimiento personal existencial. Como miembros de la comunidad eucarística, traemos de nuevo con nuestra memoria a la conciencia la economía de Dios en Cristo a través del Espíritu Santo, la Encarnación, la Crucifixión, la Resurrección de Cristo, su Ascensión, y Pentecostés. Vivimos estos acontecimientos. Los compartimos. No por nuestras propias capacidades humanas, sino por la gracia del Espíritu Santo y a través de la energía increada de Dios que hace realidad los sacramentos.

"Haced esto en memoria de mí" (Luc. 22:19; 1Co. 11:24) había ordenado el Señor "la noche que fue entregado" (1Co. 11:23). La energía divina siempre actuante culmina en el sacramento de la Eucaristía que, durante veinte siglos, ha sido el eje central del culto cristiano. En el lenguaje litúrgico, el término anamnesis definía el núcleo central de la Anáfora Eucarística, la Ofrenda de Consagración.

Anamnesis es algo más amplio. Empezando con la cita de las palabras de Cristo "tomad, comed; esto es mi cuerpo" (Mt 26:26; cf. Mc 14:23, 1Co. 11:24), "bebed de ella todos, porque esto es mi sangre del nuevo pacto" (Mt 26:27), pasa al ofertorio, la invocación al Espíritu Santo, culmina en la santificación de los sagrados dones y su santificación por el poder del Espíritu Santo y se completa con la sagrada comunión, que la convierte en un acontecimiento personal. La Anamnesis es así una incesante dinámica de vuelta a Dios Uno y Trino, fuente de todo ser, de injerto en Cristo, de recepción del Espíritu Santo, orientación que da sentido a nuestra vida y a nuestra marcha dentro del espacio y del tiempo. Mediante la renovación de la Anamnesis la Iglesia mantiene su vitalidad y su verdad.

4. La Anamnesis se celebra de muy distintas formas, dependiendo de las distintas tradiciones que existen dentro de los marcos culturales de los pueblos de la Ecumene. Hace algunos años me encontraba yo en una magnífica catedral de una ciudad de Europa del Este, que acababa de ser devuelta a la Iglesia después de la persecución. Fue una liturgia sensacional, de una riqueza impresionante. Después de la sagrada comunión, y sentado en un rincón, recordé espontáneamente la liturgia que había vivido hacía algún tiempo en una choza africana de un poblado de las montañas, bajo un techo de paja y sobre un piso de tierra. Me pregunté: ¿Dónde se sentirá más a gusto Cristo? ¿Allí o aquí? ¿Dónde es más auténtica su Anamnesis? La respuesta me vino enseguida. Allí tanto como aquí. A pesar de las diferencias externas, el elemento que determina la esencia de los acontecimientos, es el mismo en ambos casos. La presencia mística de Cristo, su cuerpo y su sangre que compartimos. El culmen al que llegan los creyentes es el mismo, la Anamnesis del acontecimiento "único", de la piedra angular de la historia universal, y la experiencia de tal acontecimiento.

5. Cuando experimentamos la Anamnesis, ya sea durante la celebración de la divina eucaristía en un pobre barrio de la periferia de una gran ciudad, ya en una iglesia de Albania arruinada por la persecución, ya en una magnífica catedral, no estamos ya aislados en nuestro entorno concreto más o menos estrecho o confortable. Penetramos en el centro de los acontecimientos más esenciales, que conciernen a todo el cosmos. Vivimos en el centro de la historia del mundo, por cuanto nos hemos unido a Cristo, Autor y Salvador del mundo. Somos así redimidos de cualquier forma de cautividad en nuestra riqueza o en nuestra pobreza, en nuestra gloria o en nuestra oscuridad, en el pequeño o el gran caparazón de nuestro egoísmo.

La anamnesis nos relaciona con el mundo de una manera esencial. Nos sitúa en el centro de la vida del mundo, de sus dolores, de sus más profundos anhelos. Nos recuerda que la obra de salvación de Cristo se extiende al mundo entero, abarca todo el universo, la tierra y los cielos, "todas las cosas". La Iglesia, "la cual es su cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo" (Ef. 1:23), no puede encerrarse en sí misma e interesarse sólo por ella misma. La Iglesia vive "para todo el mundo". Con su oración, su mensaje, su interés y su acción, hace suyos todos los dolores de la humanidad, la explotación de personas o de grupos, las múltiples formas de opresión de las mujeres y de los niños, los conflictos locales, las perturbaciones y la injusticia de las finanzas mundiales, y las crecientes amenazas ecológicas. Ofrece los divinos dones "en todos y para todos".

6. Por supuesto, siempre y en todo lugar existe el gran peligro de que la Anamnesis se convierta en una simple celebración, separada de la vida, de la acción cotidiana, de nuestra más amplia planificación. Nosotros participamos con frecuencia en la liturgia, pero, pese a ello, persistimos en la injusticia y las pasiones, y el egoísmo define nuestra vida. La Anamnesis no actúa por arte de magia. Necesita prolongarse ininterrumpidamente en la vida, fertilizarla, irradiar a través de nuestro comportamiento, ofrecer criterios para nuestros planes, iluminar nuestras decisiones, apoyar nuestros actos. Todos cuantos participamos conscientemente en la liturgia, en la rememoración de la Cruz y la Resurrección de Cristo, tenemos que volver a nuestra rutina diaria para continuar otro tipo de liturgia, "una liturgia postlitúrgica" (como habíamos propuesto en Etzmiatzin en 1975) en el altar diario de nuestra responsabilidad personal de desempeñar nuestras obligaciones en el plano local, adoptando una perspectiva universal.

Todos los problemas que hoy preocupan a la humanidad en este nuevo período de mundialización, todas las cuestiones que nos preocupan en el Movimiento Ecuménico, se ven iluminadas por esta Anamnesis con una luz especial, la luz de la verdad, el amor y el sacrificio de Cristo; con el tranquilo optimismo que se desprende de las Bienaventuranzas (Mt. 5:3-12); con la decisión de una diaconía abnegada, sin la ansiedad de cómo llegaremos a ser la mayoría, y sin la angustia ni la lucha por el poder temporal.

La Anamnesis tiene un dinamismo de metanoia, de purificación. Diversos complejos nos impulsan a un comportamiento convencional, a la hipocresía, a unas expectativas multiformes y centradas en nosotros mismos. La Anamnesis nos hace volver a lo esencial y verdadero. Sin una obediencia absoluta a la voluntad de Dios, sin una disponibilidad personal al sacrificio, sin pureza de corazón, sin desprendimiento y sin amor audaz, los cristianos pierden su especificidad.

En el Movimiento Ecuménico nos perdemos muchas veces en esa corriente. Hablamos de muchas cosas, pero olvidamos el elemento esencial de nuestra identidad, que es vivir la Anamnesis con la certeza de que nuestro poder no proviene de nuestros propios proyectos y decisiones, sino de la forma en que Dios actúa en nosotros a través de su Iglesia. Un cambio de mentalidad, un cambio de vida, una vuelta a Dios, significan una renovación basada en el modelo único y eterno que el Señor crucificado y resucitado nos ha dejado. Cuando establecemos nuestros programas, el punto de partida, la referencia básica, no puede ser otra que la Anamnesis, la culminación del amor de Dios por el mundo. Experimentarla, con todas sus consecuencias, nos convierte en células vivas de la Iglesia, su Cuerpo místico. Esto es lo que nos diferencia de todas las demás entidades y organismos humanos, lo que nos purifica de cualesquiera otras peligrosas mixturas.

La Anamnesis no es una simple referencia al pasado, sino que hace presente el pasado y el futuro. Siendo un retorno al centro de nuestra conciencia, de la obra del "que es y que era y que ha de venir" (Ap. 1:8), el Eterno y el Intemporal, la Anamnesis está por encima de todas las categorías clásicas del tiempo creado. "Así pues, todas las veces que comáis este pan y bebáis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga" (1 Co. 11:26). "Recordando... la segunda venida gloriosa" (Liturgia de San Juan Crisóstomo). La Anamnesis abre nuestro horizonte a lo escatólogico, a lo que ha de venir. En la Eucaristía, los acontecimientos que se anuncian se califican de "ya realizados". Porque Cristo, que es al mismo el oferente y la ofrenda, "está por encima del espacio y del tiempo, y de las características de las cosas creadas" (Clemente de Alejandría). La Eucaristía abre nuestras almas hacia el fin del mundo, en el que todas las cosas se reunirán en Cristo (Ef. 1:9-12).

La Anamnesis se hace así una fuente de doxología por todas las maravillas que el Dios del amor ha hecho en la historia del mundo, en un manantial de gratitud "por su don inefable" (2 Cor. 9:15), en un motivo de alegría y de exultación, cuando participamos en la festividad y en el triunfo de los santos, de aquellos que experimentaron la Anamnesis con todo su ser. La anamnesis ofrece la iluminación que nos permite situarnos con respeto y con auténtico amor ante cada personas y cada pueblo, ante el mundo entero. Nos da para el presente y esperanza para el futuro, y determinación para hacer frente a los nuevos retos que se nos plantean.

De este modo, la Anamnesis significa renovación, apertura de la existencia al espacio y al tiempo. Nos sitúa en el corazón de la historia y de la creación, de modo que podamos ser realmente ecuménicos, contemporáneos y universales.

  1. Amsterdam (1948): "El desorden del hombre y el designio de Dios". Evanston (1954): "Cristo, la Esperanza del mundo". Nueva Delhi (1961): "Jesucristo, la Luz del mundo". Uppsala (1968): "He aquí, yo hago nuevas todas las cosas". Kenya (1975): "Jesucristo libera y une". Vancouver (1983): "Jesucristo, la Vida del Mundo". Canberra (1991): "Ven, Espíritu Santo, Renueva toda la Creación".