El problema de la desigualdad tiene su origen en estructuras profundas de diferencias y divisiones relacionadas con la clase, la raza, y el género, entre otros aspectos. Lo que sí sabemos a ciencia cierta es que no todos los niños nacen con las mismas oportunidades, sobre todo en un país como EE. UU., donde la igualdad de oportunidades ha sido un eslogan tan frecuente. En el día de la investidura del 45º Presidente de los Estados Unidos de América, elegido con el sólido apoyo de quienes temen perder su superioridad como blancos y los privilegios que su raza les procura, son muchos los que se preguntan qué hará el nuevo gobierno de la nación más poderosa a este respecto. Este es el momento de emitir un mensaje claro, desde todos los sectores de la sociedad norteamericana y del mundo entero, de que ni los EE. UU. ni el resto del mundo necesitan más separaciones, más brechas, ni más personas que queden relegadas o excluidas del desarrollo económico. Eso solo aumentaría los riesgos para todos.

Cuando las estructuras financieras no ponen trabas a quienes practican la explotación, la corrupción y la evasión fiscal es que hay un problema muy grave. Lo que es aun más preocupante es que los sistemas económicos actuales generen brechas de desigualdad cada vez más profundas, incluso cuando los actores cumplen las normas legales. Vemos que la actual economía globalizada genera más y más beneficios para los multimillonarios y los millonarios, pero es incapaz de alimentar, dar cobijo y vestido a casi mil millones de personas. Este es un sistema disfuncional; y más que disfuncional, es inmoral.

Un informe de Oxfam publicado recientemente calcula que en la actualidad los ocho hombres más ricos del mundo poseen la misma riqueza que la mitad más pobre de la población mundial. Hace tres años nos impresionó saber que 85 personas poseían la misma riqueza que más de 3000 millones de personas. El mismo informe destaca que, desde 2015, que los más ricos –el 1% de la población– poseían tanta riqueza como todas las demás personas del mundo juntas. Esa es solo la punta del iceberg que supone un gran riesgo para todos: la desigualdad.

Este creciente cisma socioeconómico entre ricos y pobres constituye un cargo que pesa constantemente sobre nuestro sistema económico mundial y las estructuras financieras nacionales. La desigualdad es un problema importante a escala mundial, pero también lo es dentro de los países, pues genera muchos otros problemas de injusticia social, disturbios y criminalidad. Así lo han demostrado algunos de los economistas más destacados. Este año he observado que hay un consenso creciente en cuanto a la necesidad de que los líderes políticos responsables tomen medidas a este respecto. También muchos líderes empresariales que han hablado en la reunión anual del Foro Económico Mundial reconocen que este es un problema que afecta a toda la economía, no solo a quienes están en la base de la pirámide económica y social. Muchos dirigentes y grupos del movimiento ecuménico, así como otros actores civiles de la sociedad, vienen señalando desde hace tiempo este problema.

Estamos convencidos de que Dios nos creó para que defendiésemos la justicia y la plenitud de vida para todos, no solo para el 1%, o quizá para algunos más. Ahora, más que nunca, las iglesias y los creyentes deben escuchar la llamada de la peregrinación de justicia y paz, y reclamar una economía de vida que acoja y proteja a todos los seres humanos, sobre todo a aquellos que han sido apartados: los empobrecidos, muchos de ellos mujeres, niños y migrantes. En las Sagradas Escrituras Dios manifiesta, una y otra vez, una preferencia por los pobres.

En la práctica, esto significa que todos los que están en el poder, con un liderazgo responsable y receptivo, deberían contribuir a alcanzar los objetivos de desarrollo sostenible eliminando las desigualdades. Significa interceder y trabajar de forma efectiva para cambiar los sistemas disfuncionales de manera que el desarrollo económico sea compartido y beneficie especialmente a los pobres. Entonces tendremos que contar con normativas financieras justas, políticas comerciales equitativas, sistemas fiscales nacionales justos, cooperación internacional contra la evasión fiscal, protección social para los más vulnerables y medidas alternativas y más numerosas en pos del progreso socioeconómico. Estas políticas no solo ayudarían a redistribuir los recursos de forma más equitativa, sino que velarían por que “nadie se quedara atrás”. La promoción de la justicia económica también refuerza la comunidad y la cohesión social, allanando el camino para sociedades más armoniosas y pacíficas.

Hasta cierto punto el Foro Económico Mundial ha tenido un momento para la verdad: la globalización económica ha generado muchos problemas, e incluso conflictos, cuyos efectos sobre “el estado del mundo” es ahora causa de preocupación. Ahora debemos traducir esta visión compartida en cambios sistémicos. Es hora de entender que la justicia debe incluir la justicia económica, y que los líderes empresariales y políticos deben rendir cuentas ante todos, no solo ante sus accionistas y sus votantes. Es hora de que la desigualdad sea una cuestión prioritaria en los programas y en las medidas adoptadas, no solo en los discursos.

 

Rev. Dr. Olav Fykse Tveit

Secretario General

Consejo Mundial de Iglesias