Introducción a la serie de reflexiones

¿Por qué Jesús fue crucificado? ¿Cuáles son las implicaciones para el significado que la cruz de Jesús tiene hoy para nosotros? Ahora que se acerca la Semana Santa, intentamos seguir los pasos de Jesús mientras recorre el camino de Jericó a Jerusalén, el último tramo de su viaje, un viaje que terminará con su muerte unos días más tarde.

La siguiente serie de reflexiones analiza diversas paradas en el último viaje de Jesús. Empezamos con su experiencia en Jericó, pues es allí donde deberá tomar sus primeras decisiones difíciles y trascendentales.

Para abordar con mayor profundidad la vida, pasión y muerte de Jesús, es importante analizarla en el contexto de la historia y la política del período del Nuevo Testamento. No existen ni deben existir simples correlaciones entre la situación de entonces y la actual. Pero la pasión no puede entenderse al margen de la política. Jesús vivió su vida en un contexto en el que sus compatriotas (y otros) diferían profundamente en cuanto a sus respuestas a las realidades políticas de la época. ¿Se debía apoyar la dominación romana? ¿Actuar en connivencia con el imperio en beneficio propio? ¿Oponerse a él recurriendo, de ser necesario, a la fuerza armada? ¿Anhelar un Mesías, un “hijo de David”, que vendría y triunfaría sobre los enemigos de su pueblo? ¿Intentar aislarse y esconderse para estar seguros? Al recorrer con Jesús su camino, que podemos decir que realmente ha cambiado el curso de la historia de la humanidad, resuenan los ecos de estas preguntas tanto en los textos bíblicos como en el panorama con que se encontró.

El monte de los Olivos

“¡Bendito el rey que viene en el nombre del Señor! Paz en el cielo [...] ¡Oh, si conocieras tú también, por lo menos en este tu día, lo que conduce a tu paz!”. (Lucas 19:38, 42)

Cuando incluso ahora, a alguien como yo que ha tenido el privilegio de vivir en Jerusalén algunos años, el corazón le da un vuelco al divisar la Ciudad Vieja de Jerusalén desde la cima del monte de los Olivos, me preguntó qué sintió Jesús el día en que llegó desde Jericó. Recordar cada año ese primer Domingo de Ramos es un motivo importante de celebración y una seña de identidad para los cristianos de Tierra Santa. El hecho de que algunos años diversos cristianos palestinos no recibieran autorización para visitar Jerusalén y participar en las celebraciones ha causado una profunda tristeza.

El relato de lo que a menudo se llama la entrada triunfal de Jesús –su llegada a la ciudad desde el monte de los Olivos a lomos de un borriquillo– se narra en los cuatro Evangelios, aunque cada uno introduce un matiz algo distinto. Empezamos nuestro viaje de Jericó a Jerusalén con el Evangelio de Lucas y, tras haber atravesado el desierto y hecho una parada en Betania, volvemos a él para que nos acompañe de nuevo.

Si nos detenemos en cómo se vuelve a narrar la historia en Lucas 19:28-40, descubrimos que no se hace referencia a ninguna palma ni a cualquier otro tipo de vegetación. El relato de Lucas de la llegada de Jesús a la ciudad es mucho menos triunfalista que el de los otros tres Evangelios. A pesar de que Jesús es aclamado como un rey (19:38), es evidente que se trata de un tipo de rey muy diferente del que corresponde a las expectativas de la población. En la siguiente frase, se hace referencia a la paz, cuando los discípulos de Jesús claman “paz en el cielo”.

Curiosamente, la palabra “paz” no aparece para nada en la historia al ser narrada por Mateo, Marcos o Juan. No obstante, se trata de un tema central que forma parte intrínseca de la comprensión que tiene Lucas de estos acontecimientos. Sin duda, no es fortuito que sea Lucas el evangelista que pone un mayor énfasis en que los acontecimientos están teniendo lugar en el monte de los Olivos (19:29,37), puesto que el olivo es un antiguo símbolo de la paz. ¿Sabían quienes celebraron la entrada de Jesús en Jerusalén que estaban dando la bienvenida a un príncipe de la paz? A primera vista, parece que sí lo sabían, pues proclaman “paz en el cielo”. Pero si nos fijamos bien vemos que esta alabanza constituye un irónico contrapunto al canto de los ángeles por el nacimiento de Jesús. El coro angélico cantó “paz en la tierra” (Lucas 2:14), mientras que los discípulos ahora proclaman “paz en el cielo”. Por supuesto, deberíamos ponernos del lado de los ángeles: ¡paz en la tierra de Dios es lo que necesitamos y por lo que debemos luchar! La paz en el cielo puede convertirse muy fácilmente en una actitud escapista. La construcción de la paz debe tener lugar en la tierra, y es una actividad que ciertamente puede ser muy costosa para quienes tienen el valor suficiente de participar en ella.

Luego, Jesús llora sobre la ciudad. Una de las vistas emblemáticas de Jerusalén es la que se puede contemplar a través de la vidriera ubicada en la pared occidental la iglesia de Dominus Flevit (en latín, “el Señor lloró”). Su lamento nos recuerda las trágicas consecuencias de la ausencia de la paz (19:41-44). Es un momento decisivo no solo para Jesús, sino también para Jerusalén, y la sombra de la cruz ya planea con fuerza sobre su camino. El camino de Jesús en este Evangelio no es frondoso, sino que está literalmente cubierto con rocas y piedras. El propio nombre de Jerusalén parece incorporar la palabra hebrea para paz: shalom. No obstante, hay un choque –frontal– entre la visión de paz a la que Jerusalén estaba llamada y el escenario de guerra en que esta ciudad tan a menudo se ha convertido. Puede que sus piedras sean un canto a Jesús, pero estas mismas piedras serán derribadas una y otra vez a lo largo de la historia del odio humano.

La ciudad de Jerusalén es una parábola y un sacramento de la condición humana. Simboliza nuestro anhelo, nuestras mejores y más elevadas aspiraciones, nuestro amor de la belleza, y nuestro deseo de rendir culto a Dios. Pero también es un poderoso recordatorio de cómo las mejores intenciones pueden desembocar en tanta tragedia, precisamente porque nos es muy difícil amar sin intentar poseer. Queremos a Dios en nuestras propias condiciones, morando en nuestro propio edificio, del que excluimos a todos aquellos que no ven las cosas de la misma manera que nosotros. Todos queremos nuestro propio Jerusalén, y el resultado de ello es nuestro mundo fracturado. Jerusalén es el lugar donde Dios es crucificado por los deseos, aspiraciones y fervientes creencias defendidas por hombres y mujeres. Sin embargo, esta misma cruz, que es el doloroso resultado de la ausencia de paz en la humanidad, puede y debe convertirse en el camino que conduce a la paz.


Por la Dra. Clare Amos, antigua coordinadora del programa de Diálogo y Cooperación Interreligiosos del Consejo Mundial de Iglesias.