Introducción a la serie de reflexiones

¿Por qué Jesús fue crucificado? ¿Cuáles son las implicaciones para el significado que la cruz de Jesús tiene hoy para nosotros? Ahora que se acerca la Semana Santa, intentamos seguir los pasos de Jesús mientras recorre el camino de Jericó a Jerusalén, el último tramo de su viaje, un viaje que terminará con su muerte unos días más tarde.

La siguiente serie de reflexiones analiza diversas paradas en el último viaje de Jesús. Empezamos con su experiencia en Jericó, pues es allí donde deberá tomar sus primeras decisiones difíciles y trascendentales.

Para abordar con mayor profundidad la vida, pasión y muerte de Jesús, es importante analizarla en el contexto de la historia y la política del período del Nuevo Testamento. No existen ni deben existir simples correlaciones entre la situación de entonces y la actual. Pero la pasión no puede entenderse al margen de la política. Jesús vivió su vida en un contexto en el que sus compatriotas (y otros) diferían profundamente en cuanto a sus respuestas a las realidades políticas de la época. ¿Se debía apoyar la dominación romana? ¿Actuar en connivencia con el imperio en beneficio propio? ¿Oponerse a él recurriendo, de ser necesario, a la fuerza armada? ¿Anhelar un Mesías, un “hijo de David”, que vendría y triunfaría sobre los enemigos de su pueblo? ¿Intentar aislarse y esconderse para estar seguros? Al recorrer con Jesús su camino, que podemos decir que realmente ha cambiado el curso de la historia de la humanidad, resuenan los ecos de estas preguntas tanto en los textos bíblicos como en el panorama con que se encontró.

Jerusalén

“Jerusalén es el lugar donde Dios es crucificado por los fervientes deseos y aspiraciones de la humanidad”.

Jerusalén es una ciudad donde religión y política continuamente entran en conflicto, creando un caldo de cultivo que siempre resulta excitante y a veces tóxico. También fue así durante los tiempos bíblicos, tanto en la época del Antiguo Testamento como del Nuevo, y lo ha seguido siendo a menudo desde entonces. Escribí la frase de la cita anterior cuando viví en Jerusalén hace ya muchos años. Y sigue siendo tan cierta ahora como lo era entonces.

Calificar un hecho de “histórico” no es tan sencillo como a menudo suponemos, pero en términos “históricos” creo que lo que hizo Jesús en el templo tras entrar en la ciudad es lo que llevó a las autoridades a actuar en su contra, lo que en última instancia condujo a su crucifixión. Los cuatro Evangelios hacen referencia a lo que suele llamarse la purificación del templo (Mateo 21:12-17, Marcos 11:15-19, Lucas 19:45-46, Juan 2:13–22). Cabe imaginar que, fuera cual fuera su motivación, lo que hizo Jesús resultó muy amenazador tanto para las autoridades religiosas como políticas de la época. No era una casualidad que el cuartel romano en Jerusalén, en la fortaleza Antonia, estuviera ubicado muy cerca del templo. Ello garantizaba un fácil acceso a las tropas que debieran aplacar cualquier tensión u hostilidad contra la dominación romana que aflorara en la zona del templo. Es revelador que en dos de los Evangelios uno de los cargos presentados contra Jesús durante su juicio fuera que había amenazado con derribar el templo (Mateo 26:61, Marcos 14:58). Resulta fácil comprender que sus acciones en el atrio del templo se interpretaran de esta manera.

No obstante, es de suponer que entre la multitud, y tal vez entre los propios discípulos de Jesús, la efervescencia generada por sus acciones iniciales en el templo hubiera suscitado considerables expectativas. Bien pudiera ser que quienes estaban resentidos con los gobernantes romanos y sus colaboradores locales, o incluso luchaban contra ellos, vieran lo que hizo Jesús como una señal de su deseo de conducirlos por el camino hacia la liberación. El hecho de que no diera aparentemente otras señales de avanzar en esa dirección debe de haber confundido o enojado a algunos de ellos. Se ha sugerido que el motivo del comportamiento de Judas Iscariote podría haber sido intentar forzar la mano de Jesús para que liderara una lucha por la libertad. No podemos saberlo con certeza.

Creo que Getsemaní es el momento en que culmina, en la angustia, el difícil dilema, hablando en términos humanos, al que se vio confrontado Jesús: huir o luchar. La hora de oración en el huerto es el eje sobre el que gira la historia. Acoger en su interior estas disyuntivas, estas tensiones, como hizo Jesús, y no optar por una solución “más fácil” fue, efectivamente, una “agonía”.

El efecto directo e inmediato fue su crucifixión.

La Biblia nos ofrece el reto de mantener unidas la diversidad y la diferencia[1]. Queremos celebrar el amor de Dios por la creación y su participación en ella, así como su presencia entre nosotros. No obstante, al mismo tiempo, debemos reconocer un importante aspecto bíblico que habla de la casi peligrosa ambigüedad de Dios. En las Escrituras, aprendemos que nuestra posición de haber sido creados a imagen de Dios no solo implica nuestra relación privilegiada con él, sino que nos obliga a ver algo suyo en los demás. Se trata de un amor abnegado y costoso, encarnado en Jesucristo, que puede abarcar y abarca las profundas discrepancias que figuran en la Biblia, y que también estaban implícitamente presentes en las maneras contrapuestas de responder a las realidades políticas de los tiempos de Jesús. El amor de Jesús las entrelaza y las inserta todas en la cruz, ese signo dador de vida en el corazón de nuestra fe. Sugiero, por lo tanto, que hay un profundo vínculo entre la pasión y la crucifixión de Jesús, y la tal vez imposible tensión en mantener unidas las polaridades que hemos analizado en las reflexiones de esta serie. Los acontecimientos del Jueves y el Viernes Santo llegan a un punto culminante en el que los opuestos se entrelazan estrechamente, quedando íntimamente unidos por los lazos del amor.

Sospecho que muchos de nosotros miramos la cruz desde el prisma de una visión particular que luego puede integrar otros elementos. Mi propia mirada está iluminada por la gran proclamación de Pablo en 2 Corintios 5:18-19: “Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo mismo [...] y encomendándonos a nosotros la palabra de la reconciliación”. La cruz de Jesús nos muestra el necesario alto costo de la reconciliación, pero también insinúa que la reconciliación está en el corazón mismo del misterio de Dios.

Como a muchos cristianos occidentales, me ha tomado tiempo aprender a amar la Iglesia del Santo Sepulcro, iglesia sagrada de la tradición cristiana desde por lo menos el siglo IV, venerada como el lugar de la crucifixión y tumba de Jesús. Cuando la visité por primera vez hace ya muchos años, me impactó que fuera un símbolo tan visible de la desunión cristiana. En aquellos días, una serie de reparaciones sin duda necesarias no podían realizarse debido a los desacuerdos entre las varias comunidades cristianas responsables de las distintas partes del edificio. Es un signo visible de esperanza y reconciliación que hoy estas restauraciones se hayan llevado a cabo.

No obstante, quizás, este edificio todavía dividido, ubicado en una ciudad dividida, constituye un símbolo adecuado de los acontecimientos que conmemora. Es un recordatorio visible de por qué tuvo lugar la crucifixión, un acontecimiento vinculado a las divisiones y hostilidades que tanto forman parte de la condición humana. Es un testimonio en piedra de las implicaciones de nuestra desunión. Como la Iglesia del Santo Sepulcro, sugiere lo costosa que es esta herida para Dios; como la Iglesia de la Resurrección (nombre con que prefieren llamarla los cristianos orientales), también es una promesa de la posibilidad de resurrección.


Por la Dra. Clare Amos, antigua coordinadora del programa de Diálogo y Cooperación Interreligiosos del Consejo Mundial de Iglesias.

[1] Para más información, véase el estudio bíblico para Cuaresma/Pascua de las Iglesias Unidas en Gran Bretaña e Irlanda, “Opening the Scriptures: Setting Our Hearts on Fire” (Abrir las Escrituras: inflamar nuestros corazones), del 20 de marzo de 2020, https://ctbi.org.uk/ (en inglés).