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Introducción

Hokia ki ō maunga kia purea koe i ngā hau o Tāwhirimātea ~ Regresa a tus montañas ancestrales para ser limpiado por los vientos de Tāwhirimātea. (Whakataukī / Proverbio Maorí)

Aunque la Fiesta de la Transfiguración se celebra anualmente el 6 de agosto durante el Tiempo Ordinario, en la tradición de mi iglesia la historia del evangelio de la transfiguración también se sitúa litúrgicamente para ser leída todos los años el fin de semana anterior al Miércoles de Ceniza, el domingo antes de que comience la Cuaresma. De modo que, justo cuando estamos esperando y anticipando el comienzo del difícil viaje de Jesús –y el nuestro– de regreso a Jerusalén hacia la cruz, nos encontramos aquí, uniéndonos a Pedro, Jacobo y Juan en el ascenso a la montaña con Jesús. Del mismo modo, la narración del evangelio en sí pone esta historia justo después de la confesión cristológica de Pedro, “[Tú eres] El Cristo de Dios” (Lucas 9:20), y justo antes del regreso de Jesús a Jerusalén.

Es en este contexto bíblico y litúrgico en el que los sermones sobre la transfiguración en mi tradición –la Iglesia anglicana de Aotearoa Nueva Zelanda y Polinesia– a menudo nos instan a apreciar la fugacidad de la belleza de la cima de la montaña. Un llamado a deleitarse con la luz y la gloria, sí, pero solo por un momento, recordando siempre la importancia de nuestro próximo descenso de la montaña, de regreso al mundo quebrantado, en el viaje a Jerusalén y hacia el camino del sufrimiento y de la Cruz. Encontramos que a menudo se critica a Pedro por su respuesta: no quiere descender; ¡Quiere quedarse en la montaña! Al encontrarse cara a cara con la gloria de Dios y en compañía de los que se habían ido antes, desea quedarse.

Se nos enseña que en este deseo Pedro se olvida de lo central. Lo malinterpreta, y su solicitud de prolongar la gloriosa escena muestra su ignorancia sobre la misión de Jesús en la cruz. Asimismo, la liturgia nos reprende anticipadamente, con Pedro, por querer prolongar esta gloriosa experiencia de esplendor y belleza. Nos incita a permanecer centrados en la misión final, que es seguir a Jesús de regreso de la montaña hacia el camino de la cruz y hacia una vida de discipulado. El énfasis moral es claro y se deriva directamente de lo que Jesús acababa de decir en Lucas 9:23: “niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame”.

Sin embargo, si vamos a aceptar tal punto de vista de Pedro, primero debemos lidiar con la propia respuesta de Jesús al “malentendido” de los discípulos aquí: es decir, completo silencio. No hay censura, reprimenda ni reproche. De ello se deduce que debemos considerar, en contraposición con lo que se nos ha enseñado: ¿Tiene razón Pedro al querer quedarse en la montaña? O al menos, ¿es totalmente apropiado su deseo de prolongar esta experiencia? ¿Acaso estar, quedarse o incluso volver a la montaña es uno de los significados clave de nuestro texto?

Pasaje de la Biblia: Lucas 9:28-35

Aconteció, como ocho días después de estas palabras, que tomó consigo a Pedro, a Juan y a Jacobo, y subió al monte a orar. Y mientras oraba, la apariencia de su rostro se hizo otra y sus vestiduras se hicieron blancas y resplandecientes. Y he aquí, dos hombres hablaban con él. Eran Moisés y Elías, quienes aparecieron en gloria y hablaban de su partida que él iba a cumplir en Jerusalén. Pedro y los otros con él estaban cargados de sueño; pero se mantuvieron vigilando y vieron su gloria y a dos hombres que estaban con él. Aconteció que, mientras aquellos se apartaban de él, Pedro dijo a Jesús, sin saber lo que decía: “Maestro, nos es bueno estar aquí. Levantemos, pues, tres enramadas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.” Mientras él estaba diciendo esto, vino una nube y les hizo sombra. Y ellos tuvieron temor cuando entraron en la nube.  Entonces de la nube salió una voz que decía: “Este es mi Hijo, el Escogido. A él oigan.”

Reflexión

En la montaña encontramos la gloria de Dios, esa luz eterna que brilló en la creación, que estaba con Moisés y Elías en el monte Horeb, de la cual es testigo la creación misma (Sal. 19:1), brillando ahora en el rostro de Cristo. En esto encontramos el corazón del evangelio: la gloria divina se revela más plenamente en la humildad del siervo que es el Hijo, quien, como lo atestigua la historia y los que nos precedieron, es uno con el Dios en la montaña y el Espíritu en la nube.

Y así, todavía no nos encontramos en el descenso de regreso al valle ni tan siquiera en la cruz, sino, más conmovedor aún, en Belén: con un bebé y con los magos conmovidos por el rostro de Cristo. Estamos de vuelta al principio y, con la Palabra volviéndose carne y habitando entre nosotros, frente a frente con lo que Zacarías dijo en Lucas 1:78-79: “la luz de la aurora nos visitará de lo alto; para alumbrar a los que habitan en tinieblas y en sombra de muerte; para encaminar nuestros pies por caminos de paz”.

¡Sentir asombro es una buena cosa! Es bueno detenerse y morar, quedarse, abrumado ante la presencia de la grandeza, y contemplar esa luz en el rostro de Cristo.

Sin embargo, la luz no está destinada a existir únicamente en esta montaña. Existe en lo milagroso y lo sublime, pero también en nosotros, como vemos en Cristo Jesús: en los quebrantados, en los perdidos, en los humillados y los pobres, y en aquellos que continúan siendo oprimidos bajo sistemas de dominación. Podemos encontrarla y verla en la montaña y en la propia tierra, y en aquellos en cuyas caras –como en la de Cristo– Dios es revelado. Aquí es donde podemos encontrar a Dios, si tenemos ojos para ver.

Y si realmente escuchamos, quizá podamos oír lo que Dios tiene que decir: la proclamación de la buena nueva para los pobres, la libertad para los prisioneros, la recuperación de la vista para los ciegos y la liberación de los oprimidos. Podríamos escuchar a Jesús consolar a los afligidos y llamar a la vida a los atormentados por la muerte. Es posible que escuchemos bendiciones pronunciadas para los pobres y los que lloran, los mansos y misericordiosos y los puros de corazón; los que tienen hambre y sed de justicia y buscan la paz. También escuchamos juicios contra los ricos y los injustos que ejercen el poder. En última instancia, en este magnífico encuentro, si realmente escuchamos podríamos escucharlo impartir ese extraordinario mandato de nuestra fe: “Amaos los unos a los otros. Como yo os he amado” (Juan 13:34).

Paradójicamente, Juan es el único evangelista que no presenta esta historia de la transfiguración de Jesús. Más bien, para Juan, la gloria de Dios se puede ver a lo largo de toda la vida y el ministerio de Jesús. Este “ver” la gloria de Dios en la humanidad de Jesús es una paradoja, pero de eso se trata. Una luz así frustra todos nuestros deseos de definirla y trasciende todos los nombres y formas que queramos darle. Su propia naturaleza resiste todos los intentos de domesticarla y contenerla, y constantemente se opone por igual tanto a las viejas ideas como a las nuevas. La luz existe en una montaña, que se encuentra más allá del alcance del pensamiento cognitivo, perdurando como un perpetuo correctivo y replanteamiento de cualquier conocimiento que podamos afirmar poseer.

La cuestión aquí, en la cima de la montaña, es que no debemos simplemente “entender” para contribuir a nuestro viaje a la cruz, como a menudo se le advierte a Pedro. Todo lo contrario. La idea de que se podría simplemente comprender en el campo del pensamiento conceptual es un corolario imposible de una luz que permanece más allá de toda conceptualización. Más bien, solo realmente viendo y participando en la realidad de la luz misma, la gloria en la que se ve afectada la unidad y la reconciliación de toda la creación, es como nosotros mismos somos transfigurados.

Asimismo, transfigurados, inmersos y en unidad con esta luz, amamos porque somos amor. Somos pacíficos porque somos uno con la fuente de la paz. Buscamos la justicia no porque entendamos o creamos que es lo correcto como discípulos de Jesús, sino porque estamos unidos y transfigurados en una gloria que se ve, como vemos en el Evangelio de Juan, a lo largo de la vida verdaderamente humana del Hijo encarnado. El Hijo que irradia la gloria de Dios en la resurrección de los muertos, la curación de los enfermos, la liberación de los cautivos y la de los oprimidos. Somos uno con una naturaleza en la que esta justicia es un atributo.

El propósito del discipulado es esta experiencia. El amor, por su propia naturaleza, no es algo de lo que deba ser hablado sino más bien experimentado. No es una reflexión separada, sino una verdadera visión, implicación y transformación.

Así las cosas, “ver” la gloria de Dios no puede reducirse litúrgicamente a un tipo de calmante divino para el estremecimiento de un corazón temeroso, ni ser visto simplemente como un aliento para aquellos que saben que deben descender a la oscuridad del valle y a la cruz. Más bien es en el encuentro sublime mismo donde se encuentra el significado. Es al estar inmersos e implicados en este amor profundo sin condiciones cuando se nos abre siempre a la posibilidad del rechazo. Que uno preceda al otro es seguramente una consecuencia de nuestra experiencia en la cima de la montaña.

Por esta razón, tal vez la vida cristiana podría interpretarse como un perpetuo ascenso a la montaña y un perpetuo viaje de regreso de la misma; un viaje continuo en busca de lo divino y un retorno persistente a la luz y al viento en el que se nos corrige, replantea y reposiciona continuamente. El discipulado es el afán incesante de dar testimonio de la gloria de Dios y ver a Cristo frente a frente.

 

Pero, ¿cuán a menudo nos resistimos a este momento, a esta luz, o al menos a estar realmente presentes en ella? ¿Cuán a menudo vemos cada momento de iluminación y gloria como un mero medio para un fin o dejamos que nuestra ansiedad sobre lo que hay que hacer impida una experiencia real con lo divino? ¿Cuánto dificulta la preocupación por el descenso el encuentro con la profundidad y la sublimidad de la luz, y con qué frecuencia nos apresuramos en los momentos de exquisita epifanía para seguir adelante con la obra más importante de Dios? En lugar de apresurarnos a la cruz, aquí se nos invita a regresar a la montaña. Detenerse y asombrarse en presencia de lo divino: ese resplandor luminoso que es la gloria asombrosa y aterradora de Dios.

Sin embargo, en la montaña nos encontramos también inesperada e inequívocamente en el valle, en un pesebre, con una madre joven y su hijo recién nacido. Nos encontramos cara a cara con los que sufren y los que continúan siendo crucificados en las cruces de este mundo, incluyendo la montaña y la creación misma. Es aquí donde nos enfrentamos a la gloria de Dios; una gloria que no se encuentra en los opulentos asientos del poder, sino en un amor desinteresado, un amor que es a la vez sublime y desprendido; magnífico e inquietante; impresionante, brillante y resplandeciente; pero igualmente alarmante, perturbador y aterrador. Pero la cuestión es que, para enfrentarnos a esta gloria, nosotros mismos somos transfigurados y movidos en unidad con la fuente de todo y con toda la creación para hacer brillar la luz del amor y la reconciliación en el mundo en cumplimiento de las palabras del profeta Isaías:

¡Levántate! ¡Resplandece! Porque ha llegado tu luz,

y la gloria del Señor ha resplandecido sobre ti.

(Isa. 60:1)

Preguntas:

  1. Sobre la epifanía: ¿Qué experiencias/encuentros en la cima de la montaña ha tenido en su propia vida? ¿Qué encuentros podría haberse perdido?
  2. Sobre “ver” y “escuchar”: ¿Dónde podemos ver a Dios? ¿Qué significa escuchar? ¿Qué estamos escuchando?
  3. Sobre la transfiguración: ¿Cómo le han conmovido, cambiado, transformado y/o transfigurado estas experiencias?
  4. Sobre el amor y el discipulado: ¿Cómo se relaciona la gloria de Dios con el amor y una vida de discipulado?

Oración

Dios de Gloria,

Tú diste la visión de tu Hijo

a los que observaban en la montaña;

concédenos que por nuestros destellos de Él

podamos ser transformados a su gloriosa semejanza;

Porque él está vivo y reina contigo y con el Espíritu Santo,

Un Dios, por los siglos de los siglos. Amén.

Un libro de oración de Nueva Zelanda: He Karakia Mihinare o Aotearoa, La Iglesia Anglicana en Aotearoa, Nueva Zelanda y Polinesia, 1989, pág. 566

Sobre la autora

Tamsyn Kereopa es descendiente de Te Arawa y Tuwharetoa. Es candidata a doctorado en la Universidad de Otago sobre el tema “Una teología de la liberación wahine maorí” e investigadora de Te Pihopatanga o Aotearoa. Tamsyn es miembro de la Comisión del CMI sobre Educación y Formación Teológica Ecuménica y ha participado y contribuido al trabajo del Grupo de Referencia sobre Pueblos Indígenas del CMI. Tamsyn también es miembro del Consejo para el Ecumenismo de la Iglesia Anglicana en Aotearoa, Nueva Zelanda y Polinesia.