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El secretario general del CMI, Philip Potter, cogiendo al bebé Mwuselele Nyoni en la VI Asamblea, en Vancouver. Foto: CMI

El secretario general del CMI, Philip Potter, cogiendo al bebé Mwuselele Nyoni en la VI Asamblea, en Vancouver. Foto: CMI

una serie de relatos vivaces y de primera mano sobre la comunidad ecuménica y sobre nuestro viaje común, las iglesias miembros han ido aportando las historias de personas, acontecimientos, logros e incluso fracasos. Todo ello ha profundizado nuestra búsqueda colectiva de la unidad cristiana.

El autor de esta historia es Ulrich Becker, de Alemania.

Cualquier punto de vista u opinión expresados en este artículo corresponden al autor y no reflejan necesariamente las políticas del Consejo Mundial de Iglesias.

Normalmente, quienes cuentan la historia del movimiento ecuménico empiezan hablando de la primera Conferencia Misionera Mundial, en Edimburgo, en 1910, y de los movimientos de Fe y Constitución, y Vida y Acción, que se concretaron poco después. En esa triple división del movimiento ecuménico durante su fase preinstitucional, suelen ignorarse los movimientos precursores de los siglos XVIII y IXX, surgidos del impulso misionero y de una dinámica de renovación. Uno de esos movimientos fue el de la escuela dominical.

Sus orígenes se remontan a la segunda mitad del siglo XVIII, cuando, durante la Revolución Industrial en Inglaterra, los domingos se sacaba de la calle a los niños que trabajaban durante la semana para alfabetizarlos y socializarlos a través de la Biblia y del catecismo. Ese movimiento se extendió rápidamente a los continentes europeo y norteamericano, con un creciente carácter misionero, y en el siglo XIX su presencia pasó a ser cada vez más común también en las misiones.

Tras las reuniones nacionales de los líderes del movimiento de la escuela dominical, que se iniciaron en 1791, tuvieron lugar las reuniones internacionales: la Primera Convención Mundial de Escuelas Dominicales se celebró en Londres en 1889, y ya entonces se presentaron informes sobre quince de las llamadas “tierras de misión”. De ello surgió, en 1907, la Asociación Mundial de Escuelas Dominicales, seguida por el Consejo Mundial de Educación Cristiana, en 1947 (en 1950, el Consejo Mundial de Educación Cristiana y la Asociación de Escuelas Dominicales), con organizaciones miembros en sesenta países.

Colecta de la escuela dominical para refugiados repatriados, Grecia. Foto: CMI

La labor de esas asociaciones internacionales era asesorar a los grupos y asociaciones de escuelas dominicales interdenominacionales, regionales y nacionales sobre el contenido de la enseñanza y las cuestiones organizacionales, brindarles apoyo financiero, promover el trabajo en planes de estudio, material didáctico y actividades de formación comunes, así como mantener contactos internacionales.

Sin embargo, lo que es más importante que enumerar cada paso que dio la organización y los diferentes ámbitos de la labor de este gran movimiento de la escuela dominical es describir su importancia para la infancia y para las personas que trabajaron en ella. Un análisis de fácil lectura de la historia y la teología del movimiento de la escuela dominical estadounidense señala:

Junto con la leche materna bíblica, millones de niños recibieron también la “nata” de la unidad; la fe y la conciencia provenían de lo que se tenía en común. Todos los “héroes” ecuménicos posteriores, al menos los anglosajones, provienen de esta alma mater [del movimiento de la escuela dominical].

Ciertamente, casi todos los delegados anglosajones en la Conferencia Misionera Mundial en Edimburgo (1910) debieron sus primeros pasos ecuménicos y los fundamentos de su conciencia de la unidad de los cristianos a las “lecciones uniformes”; y algunos, probablemente, comenzaron sus carreras eclesiales como asistentes de la escuela dominical, en comités preparatorios interesados en la exegética y en reuniones de oración mensuales para difundir las escuelas dominicales hasta los confines del mundo...

Por ello, desde el principio, el ecumenismo fue un enfoque común en muchas denominaciones estadounidenses, gracias a la escuela dominical. El movimiento de la escuela dominical adquirió su envidiable unidad y fortaleza a nivel mundial a través de la emotiva ingenuidad de su biblicismo en rechazo de la doctrina teológica, en la “uniformitas” mundial y en la alegría de su propia elección y de su llamado a enseñar y proclamar en todo el mundo. Su eslogan era: “Unidad cristiana”. Las denominaciones “estrechas de miras” fueron enérgica y orgullosamente rechazadas, los ataques en su contra se percibían como un confirmación, y las visiones de una paz escatológica en unidad eran el ideal que se perseguía...

Los conceptos de la unidad “in nuce”, “communicatio in sacris”, “koinonia” y “unitas dei”, “unión con Cristo y entre nosotros” se consolidaron gracias a esa realidad vivida que trasciende las fronteras y elimina las barreras. ¿Qué más debería haber? Dedicarse a la palabra de Dios era la forma lógica de prestar servicio en la vida cotidiana del mundo –y no desde una torre de marfil teológica– a menudo trabajando con personas marginadas, que vivían ajenas a las iglesias y estaban fuera de su alcance. Y todo eso construyó el Reino de Dios. ¿No era esa suficiente unidad visible?

“Junto con cientos de miles de personas de mi generación, puedo decir que soy, en cierto sentido, un producto de la escuela dominical”, admitió Philip Potter, que fue secretario general del CMI durante muchos años (1972-1984).

Teniendo en cuenta el hecho de que muchos pioneros ecuménicos habían asistido a la escuela dominical o habían trabajado en una a nivel local, o en su red regional o internacional, no es sorprendente que las grandes conferencias ecuménicas celebradas en la primera mitad del siglo XX (desde Edimburgo, en 1910, hasta la formación de un Consejo Mundial de Iglesias provisional en 1937-38) también abordaran los temas de la educación y la formación. Tampoco sorprende que la cooperación entre el CMI, que se fundó definitivamente en 1948, y el Consejo Mundial de Educación Cristiana y la Asociación de Escuelas Dominicales se intensificara a partir de entonces. Finalmente, eso llevó a esta última, en 1971, a decidir fusionarse con el CMI. Su labor continuaría a través de la Oficina de Educación, establecida en el CMI en 1969.

Esta tendencia continuó en los años siguientes y alcanzó su culminación en la VI Asamblea del CMI, en Vancouver (Canadá). Aquí, por primera vez, niños y niñas participaron en la vida de la Asamblea a través de varias contribuciones. Para valorar cuán importantes y efectivas fueron esas contribuciones basta el hecho, entre otras cosas, de que finalmente el símbolo de la Asamblea fue un niño:

En el servicio de apertura, estaba previsto que niños y adultos llevaran símbolos de la vida al altar. De repente, una joven madre zimbabuense también se unió a la procesión con su bebé, que llevaba a la espalda, y una vez en el altar, lo entregó al secretario general.

“En ese momento, la alegría agradecida y la inquietud de todas las personas por la vida en nuestra tierra, en peligro de extinción, se concentraron en aquel bebé...básicamente, el tema de Vancouver fue la vida en nuestra tierra. Por eso la asamblea debía dirigirse a aquellos que son portadores de la vida: los niños”. Así fue como resumió la asamblea uno de los participantes.

Para consultar las fuentes y obtener más información véase: Ulrich Becker, “Die ökumenische Bewegung als Anwalt des Kindes - oder: wie das Kind in die Ökumene kam”, en Jahrbuch für Kindertheologie, Banda 5, Stuttgart 2006, p.49-55.

Más información sobre el 70º aniversario del CMI

#WCC70: Historias de nuestro viaje común

Compromiso del CMI con la niñez