Por Alexander Belopopsky (*)

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El pasillo del nuevo centro de caridad de la iglesia ortodoxa, a las afueras de Minsk, está lleno de retratos de jóvenes barbudos de rasgos puros y mirada penetrante. Los retratos tienen dos cosas en común: todos los jóvenes eran sacerdotes y una placa indica que murieron en la década de los años treinta. Una mirada más cercana revela que estos hombres fueron asesinados durante el terror stalinista que buscaba aniquilar toda forma de vida religiosa en la Unión Soviética. Ellos son algunos de los incontables miles de cristianos de todas las iglesias que fueron perseguidos, y cuyos nombres y destinos no se han conocido hasta recientemente. En Belarús, como en cualquier otro lugar de la antigua Europa del Este comunista, las iglesias están luchando por aceptar su pasado y, en ese proceso, ayudan a la sociedad a redescubrir su alma.

Durante gran parte de su historia reciente, al pueblo bielorruso se le negó su propia historia y el concepto de religión fue ilegalizado. En el período soviético, los ataques a la religión organizada culminaron en el martirio sin precedentes de los años treinta. Tras la devastación de la Segunda Guerra Mundial, durante la cual el país fue uno de los principales campos de batalla y millones de personas perecieron, las iglesias tuvieron que hacer frente de nuevo a la represión cuando Belarús fue designada como la primera república atea bajo el dominio soviético. Decenas de iglesias fueron dinamitadas y el clero fue encarcelado. Al llegar a los años ochenta, la capital Minsk contaba con una única iglesia en funcionamiento para más de dos millones de habitantes.

Belarús, país de diez millones de habitantes sin ninguna salida al mar, ha sido siempre un lugar de encuentro cultural y político… y de confrontación. Está situado en una de las fronteras religiosas de Europa, históricamente disputada entre la católica Polonia y la ortodoxa Rusia. Algunas comunidades protestantes pequeñas han estado presentes en la región desde los tiempos del zar, al igual que una comunidad islámica de etnia tártara. La considerablemente numerosa comunidad judía, cuyo arte y cultura han marcado en profundidad la historia de la región, desapareció casi por completo durante el Holocausto. A través de los siglos, las principales iglesias cristianas han alternado períodos de coexistencia con otros de dominación mutua, durante los cuales edificios eclesiales cambiaron de propietarios a la fuerza y creyentes fueron obligados a cambiar de iglesia. En los siglos XVII y XVIII, Belarús fue la cuna de la llamada iglesia “uniata": los cristianos ortodoxos fueron “unidos” a Roma por la fuerza, por lo que se creó un “catolicismo griego” de rito oriental. Bajo la dominación soviética, los fieles de esa confesión fueron obligados a la clandestinidad, para no resurgir hasta los años noventa. En la actualidad, la mayor comunidad cristiana es la Iglesia Ortodoxa, mientras católicos de ambos ritos conforman una minoría significante.

Hoy día, más de una década después de conseguir su independencia, Belarús sigue afrontando desafíos aparentemente insuperables. El cataclismo de la transición ha dejado a muchos en la extrema pobreza, y en el campo la gente ha vuelto a practicar la agricultura de subsistencia. El desastre nuclear de Chernobyl en la vecina Ucrania hace 18 años conmocionó a este país más que a ningún otro. En algunos lugares, los niños siguen naciendo con defectos, y vastas superficies de terreno agrícola permanecerán contaminadas durante décadas.

Políticamente, la transición ha resultado difícil. Belarús es la única ex república soviética donde las estrellas rojas del comunismo y las estatuas de Lenin permanecen intactas. Según el Consejo de Europa, preocupa gravemente la situación de los derechos humanos y las libertades políticas en el país, que permanece aislado de la esfera internacional. Belarús cuenta con uno de los mayores índices de encarcelamiento del mundo y es el único país de Europa que todavía lleva a cabo ejecuciones. Mientras las iglesias se benefician de libertades desconocidas en la era soviética, la actividad religiosa sigue siendo sometida a un detenido examen y todas las iglesias caminan cuidadosamente por la delgada línea entre lealtad y renovación.

Aun así, los signos de esperanza abundan. Los cambios que siguieron a la desintegración de la Unión Soviética liberaron la vida religiosa, y el resurgimiento fue ecuménico. La gente volvió a sus iglesias como único vínculo con su propio pasado, y acudían en masa para ser bautizados. Los monasterios y las iglesias que habían sido incautados han vuelto a abrirse, y los “creyentes” han creado asociaciones que comienzan a reconstruir lugares de culto… y a sanar las heridas de la memoria.

El padre George, sacerdote de la restaurada iglesia de San Pedro y San Pablo de Minsk, recuerda cómo, a principios de los noventa, un grupo de escritores, artistas y teólogos bielorrusos solicitaron al gobierno la devolución del edificio de la iglesia. A pesar de la reticencia de las autoridades, sus esfuerzos tuvieron éxito. Para los miembros de la “hermandad” (nombre tradicionalmente dado a una asociación cristiana), la iglesia ofrecía una perspectiva de la vida radicalmente diferente, al igual que un nuevo sistema de valores. “Era nuestro deber restaurar este edificio, no sólo por su valor arquitectónico, sino porque era un acto de sanidad cultural y espiritual”, explica. El padre George muestra orgulloso cómo los trabajos de restauración han descubierto frescos de siglos de antigüedad que se hallaban escondidos tras el blanqueado y la suciedad acumulada en los años en que la iglesia servía como archivo.

Elena trabaja para la Mesa Redonda de Belarús, un programa del Consejo Mundial de Iglesias (CMI) que involucra a las iglesias ortodoxa y protestante en un proyecto benéfico y humanitario. “Estamos surgiendo de un contexto difícil, pero necesitamos trabajar juntos por el bien de la iglesia y la sociedad”, afirma. El programa permite a las iglesias unir sus fuerzas para llegar a los más vulnerables de la sociedad: los prisioneros, los ancianos y las víctimas de Chernobyl.

Otros espacios de colaboración ecuménica están también preparando el futuro. En la facultad teológica independiente de la Universidad Europea de Humanidades de Minsk, un profesor afirma que una compleja sociedad poscomunista necesita enfoques creativos. “La iglesia necesita experimentar con nuevas formas de servicio y testimonio. Los cristianos no podemos volver al pasado, pero podemos actuar como ‘sal’ en la sociedad, podemos estar presentes en todas los espacios de la vida social para ayudar a nuestro país a restablecerse, a recuperarse”, sugiere lleno de esperanza. En la facultad, los investigadores trabajan en nuevas formas de diálogo cultural y religioso apropiadas para una sociedad poscomunista.

Una nueva hamburguesería en el centro de Minsk fomenta el espejismo de la opulencia occidental. Cerca de allí, unas tropas muestran insignias comunistas mientras ensayan un desfile militar que marca la “liberación” de Belarús por parte del Ejército rojo hace sesenta años. En la distancia, el sol brilla sobre las cúpulas de la recientemente restaurada catedral ortodoxa en contraste con los edificios abandonados de la época comunista. Belarús se encuentra con incertidumbre en una encrucijada. Pero silenciosamente, la sociedad vuelve a descubrir su propia historia y su alma, y haciendo esto, está vislumbrando el camino hacia el futuro.

Alexander Belopopsky es el coordinador del Equipo de Información Pública del CMI. Miembro laico de la iglesia ortodoxa (Patriarcado Ecuménico), fue anteriormente responsable del Programa Europa del CMI. Ha escrito y editado varios artículos y publicaciones, la mayoría relacionados con las iglesias ortodoxas, Europa del Este y diaconía. Belopopsky escribió este artículo tras asistir a una reunión del Comité Directivo de la Comisión Especial sobre Participación Ortodoxa en el CMI que tuvo lugar en Minsk, Belarús, del 16 al 19 de junio de 2004.

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