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1st Assembly of the World Council of Churches in Amsterdam, Netherlands, 1948. Photo: WCC Archive

1st Assembly of the World Council of Churches in Amsterdam, Netherlands, 1948. Photo: WCC Archive

Fotografía:

Odair Pedroso Mateus*

Sala de conciertos de Ámsterdam, 23 de agosto de 1948, 10h00. El culto del domingo conduce a la labor del lunes. Así que al entrar en dicha sala, no permitan que el busto del sublime Juan Sebastián Bach capte su imaginación estética.

Y recuerden tener a mano sus auriculares IBM si necesitan interpretación simultánea en inglés (canal 5), francés (6) o alemán (7); también se puede escuchar directamente a los oradores en el canal 4. Aquí, uno se siente como en una reunión de las Naciones Unidas.

El moderador de esta primera sesión plenaria es Geoffrey Fisher, arzobispo de Canterbury. Al final de su futuro mandato como uno de los siete presidentes del CMI, comentará, no sin humor, que había sido nombrado para no hacer nada y lo había hecho bien.

El primer orador es nada menos que Samuel McCrea Cavert, presbiteriano de Nueva York; once años antes, en una reunión sobre la fundación del CMI celebrada en Londres en 1937, el futuro “arquitecto principal” del Consejo Nacional de Iglesias de los Estados Unidos, había propuesto el nombre “Consejo Mundial de Iglesias” respondiendo a la pregunta del arzobispo William Temple: “Ahora, ¿qué nombre le pondremos al niño?” Temple estuvo de acuerdo con la propuesta de Cavert y comentó: “¿Por qué no? Eso es realmente lo que necesitamos y queremos”.

En el canal 5, Cavert, advierte a los delegados que no es “tan solo otra conferencia ecuménica”, sino una asamblea, lo que implicaba crear “un instrumento permanente de carácter comunitario y cooperación a escala mundial”. Acto seguido, explica que una asamblea consta de tres componentes principales: culto, labor y estudio. Robert Bilheimer, que en ese momento estaba sentado justo detrás del presidente, escribirá en 1988: “muchos años después me maravilló lo benedictino que fue aquel triunvirato”.

Ya es hora.

El Rev. Marc Boegner, símbolo de la resistencia protestante a la ocupación alemana de Francia años atrás,  presenta una resolución en francés que termina con estas palabras: “… y que por la presente se declara y se da por terminada la formación del Consejo Mundial de Iglesias”.

La resolución es adoptada por consenso, o como le gustaba decir a Willem Visser ‘t Hooft,  primer secretario general del CMI, nemine contradicente.

El arzobispo Fisher se pone de pie y se dirige a la Asamblea diciendo: “Con el voto que acaban de dar, el Consejo Mundial de Iglesias queda constituido y establecido”. Aplausos. Entonces, hay un silencio inusitado: al parecer, no se había previsto ninguna celebración. El presidente llama a orar en silencio. “En esa simplicidad insólita, el evento se sostenía por sí mismo”, escribirá Bilheimer.

Ahora bien, ¿qué se había “constituido y establecido” exactamente?

¿El CMI es el embrión del gobierno de una iglesia mundial con sede en Ginebra que agrupa a anglicanos, ortodoxos y protestantes contra la Iglesia de Roma y su papa? ¿Es cierto que para ser miembro del CMI mi Iglesia Reformada debe restablecer la oficina del obispo y adoptar la veneración ortodoxa de iconos, reliquias y santos? ¿El CMI es la nueva rama mundial de las potencias capitalistas occidentales en su guerra fría contra el creciente oikoumene de los proletarios de todos los países?

Sin precedente en la historia eclesiástica, aunque indisociable de su vergonzoso historial de cismas, anatemas y violencia, el CMI dedicará parte del tiemplo de la Asamblea de Ámsterdam y los quince años siguientes a intentar explicarse (y ante todo entenderse).

Visser ‘t Hooft lo intenta por primera vez al final de la sesión matinal de aquel lunes. Dos años antes, había publicado un artículo sobre el tema. Somos una comunidad (o koinonia) de iglesias que “rinden testimonio común al señorío de Cristo”, afirma. Sin duda está pensando en la base teológica del CMI, el primer artículo de su nueva constitución: “El Consejo Mundial de Iglesias es una comunidad de iglesias que confiesan al Señor Jesucristo como Dios y Salvador”. Arraigada en la labor interconfesional de la juventud en el siglo XIX, la base del CMI adquirió un significado profético, fresco y nuevo durante la lucha de la Iglesia Confesante contra el nazismo en Alemania.

Esa confesión cristocéntrica señala el don divino de la unidad y reúne iglesias en el CMI. Bien, pero las iglesias aún no viven la plena unidad visible que se expresa en la fracción del pan. Por eso, continúa diciendo: “somos un Consejo de Iglesias, no el Consejo de la Iglesia indivisa”. ¿Qué?

Somos “un consejo” no en el sentido de los primeros “concilios ecuménicos”, sino en aquel de “consejo” ecuménico: como iglesias que confiesan al Señor Jesucristo, pactamos ser una comunidad de iglesias que se “aconsejan” unas a otras, lo que implica que el CMI no está por encima de las iglesias, sino que es de las iglesias.

Por último, Visser ‘t Hooft concluye que la palabra “iglesias” en el nombre del CMI indica nuestra debilidad y nuestra  vergüenza ante Dios porque puede haber y finalmente hay una sola Iglesia de Cristo.

Si bien eso resultó útil para aclarar la autoridad del CMI, se tenía la impresión que no bastaba y durante la Asamblea, el Comité II arrojó más luz al respecto puntualizando: “el CMI no pretende usurpar ninguna función que ya pertenece a las iglesias que lo integran ni legislar para ellas; además, “desaprueba cualquier planteamiento de convertirse en una estructura eclesial, unificada e independiente de las iglesias…”

Si bien el espectro del gobierno de una iglesia mundial con sede en Ginebra parecía haberse disipado, la cuestión relativa al significado de la afiliación al CMI –según la forma en que cada iglesia se entendía a sí misma y a las otras en relación con la Iglesia una, santa, católica y apostólica– requería de urgencia una mayor aclaración. Lo que parece el tema de una tesis doctoral, en realidad es una cuestión muy concreta y sensible, porque lo que está en juego en ella es nada menos que el futuro de la participación ortodoxa en el CMI.

Curiosa o providencialmente, será en una reunión confidencial, celebrada en el Centro Istina de París en 1949, que congregó al CMI y teólogo católicos romanos como el dominicano Yves Congar y el jesuita Jean Danielou, que se preparará el terreno de una aclaración duradera sobre el carácter de las relaciones entre iglesias en el CMI, aclaración que en 1950 recogerá el documento del Comité Central “La iglesia, las iglesias y el Consejo Mundial de Iglesias” o simplemente, “la declaración de Toronto”. La participación ortodoxa será garantizada. El debate continuará por lo menos hasta la V Conferencia Mundial de Fe y Constitución en 1963.

Pero esta ya no es la Sala de conciertos de Ámsterdam, donde en los días siguientes, la asamblea de oración y trabajo se convertiría en la asamblea de un importante estudio sobre “El desorden del hombre y el designo de Dios”.

*Odair Pedroso Mateus, director de la Comisión de Fe y Constitución del CMI.

 

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