Por Ofelia Ortega

I

Yo vi un puente cordial tenderse generoso
de una roca erizada a otra erizada roca,
sobre un abismo negro, profundo y misterioso
que se abría en la tierra como una inmensa boca…

[…]

Yo vi también tendido otro elevado puente
que casi se ocultaba entre nubes hurañas…
¡Y su dorso armonioso unía triunfalmente,
en un glorioso gesto, dos cumbres de montañas!...

Puentes, puentes cordiales… Vuestra curva atrevida
une rocas, montañas, riberas sin temor…

[…][1]

II

Mi Señor, qué cosa tan maravillosa es ser un puente.
Un puente para:
unir seres humanos,
unir a los desunidos,

unir corazones,
unir iglesias.
Mi Señor, yo quiero ser un puente
para todas las personas que pasan por el camino de mi vida.[2]

 

III. Introducción

Dulce María Loynaz (1902-1997), una de las más singulares figuras de la literatura cubana del siglo xx; y Consuelo Nize Fernández Seco (1912-1972), prominente educadora de la iglesia metodista en Cuba, subrayan en los anteriores poemas el valor de los puentes, ya como construcciones que se levantan sobre una depresión del terreno para comunicar dos lados, ya como personas que sirven para poner en contacto o acercar dos cosas distintas.

En verdad servir de puente es tarea harto difícil. Un puente comunica dos lados, pero no pertenece a ninguno de ellos. Tiene que soportar el peso de quienes caminan sobre él; funciona como un mediador, como un portador.

Ocasionalmente, quienes viven en un extremo grado de pobreza tienen que vivir debajo de puentes. Estos funcionan como refugios para las personas más vulnerables de nuestras sociedades; pero, a la vez, son los primeros objetivos de las bombas en tiempo de guerra, cuando dos partes están contendiendo y el avance de “los otros” debe ser prevenido. Por eso existen tantos puentes derrumbados en el mundo…

Por este mismo hecho cada vez más el escenario mundial cambia de forma espectacular. En la primera década del siglo xxi, somos plenamente conscientes de ello, por lo que se impone la creación de un nuevo orden mundial que pueda abordar el problema de los conflictos internacionales.

En tal sentido, el cristianismo tiene mucho que ofrecer para orientar el camino de la humanidad en este momento decisivo y, en concreto, para pensar la respuesta válida a dichos conflictos. Esta respuesta debe ser pensada mirando al pasado y volcados hacia el futuro, sobre todo en un aspecto decisivo: en la construcción de puentes de paz entre personas y naciones.

IV. Las iglesias en busca de reconciliación y paz

El Decenio para Superar la Violencia, fue una iniciativa del Consejo Mundial de Iglesias (CMI) desplegada entre 2001 y 2010; un movimiento global de lucha por consolidar los esfuerzos y las redes existentes para superar la violencia, e inspirar la creación de otros nuevos.

Por su parte, la Convocatoria Internacional Ecuménica por la Paz ¾celebrada este año en Kingston, Jamaica, bajo el lema “Gloria a Dios y Paz en la Tierra”¾, resultó una “fiesta de la cosecha” para celebrar las realizaciones del citado Decenio, y estimular a las personas y las iglesias a renovar su compromiso en favor de la no-violencia, la paz y la justicia. Allí se presentó y discutió ampliamente el “Llamamiento ecuménico a la paz justa”, aprobado por el Comité Central del CMI en febrero de 2011, que afirma que: “La iglesia dividida con respecto a la paz, y las iglesias desgarradas por los conflictos, tienen poca credibilidad como testigos y trabajadoras por la paz”.[3]

En consonancia con ambos esfuerzos, reconocemos que la búsqueda de una paz justa demanda un cambio radical en la práctica ética, e implica un nuevo marco de análisis y criterios para la acción. De ahí que debamos viajar juntos como comunidades de fe, compartiendo una ética y una práctica de la paz que incluyan el perdón y el amor a los enemigos, la no-violencia activa, el respeto a los demás, la hospitalidad y la misericordia.

Creo –tal como recomienda el documento de Fe y Constitución, del CMI, titulado “Cultivar la paz, superar la violencia: en el camino de Cristo, por el bien del mundo” (2004)– que debemos unirnos a las iglesias para realizar un proceso de reflexión teológica sobre la violencia y la paz a nivel mundial. Este tipo de exploración teológica participativa, en respuesta a este importante desafío ético de nuestra época, tiene el potencial de rejuvenecer el movimiento ecuménico, de crear nuevas posibilidades para el logro de mayores expresiones de unidad cristiana, y de redescubrir el significado de ser iglesia en un mundo cada vez más violento.

V. Una “teología de la paz” debe incluir la búsqueda de la verdad y la reconciliación

Resulta cierto, como afirma el teólogo católico suizo Hans Küng, que la “’teología de la paz’ exige una teología verdaderamente ecuménica, rigurosamente objetiva, de relevancia ético-política y orientada al futuro”.[4] Ahora bien, la “teología de la paz” debe estar vinculada a la búsqueda de la verdad, y ha de conducirnos a promover acciones a favor de la libertad y la justicia de los seres humanos. El camino de la verdad es renunciar al egoísmo y seguir el camino de Jesús.

Conviene no olvidar que nuestro quehacer teológico y nuestro compromiso y acciones evangélicas deben ser zonas de veracidad; pero no podemos afirmar que tenemos la verdad absoluta, la cual solo pertenece a Dios, quien es Verdad perfecta.

La reconciliación desde la verdad, por su parte, abarca la totalidad de las relaciones humanas, para sentar las bases de una nueva convivencia en la vida cotidiana, que rompa las barreras de raza, clase, género, etc., hasta llegar a reconciliarse con el medio ambiente y el cosmos en su conjunto. No se trata de anunciar solamente las buenas nuevas de la reconciliación; es ser sacramento de la reconciliación, porque la misión de la iglesia es inseparable de su esencia.

Esa actitud debe fortalecer nuestras relaciones con la sociedad, con la cultura, con los cristianos de otras denominaciones, y con otras fes e ideologías, en la búsqueda común de la paz.

No es, por tanto, una reconciliación fácil y barata. El apóstol Pablo nos dice que, a través de la muerte y resurrección de Cristo, Dios nos ha reconciliado con Él y nos ha dado el ministerio de la reconciliación (2 Co 5,18).

Evidentemente, no existe la reconciliación sin el perdón, y no existe perdón sin la práctica de la justicia. Tampoco puede haber reconciliación sin la verdad. (Recordemos que “Verdad y Reconciliación” fue el nombre de la Comisión creada en 1994 por Nelson Mandela, para enfrentar más de 30 años de conflicto interno en África del Sur). El fin de todos los procesos de reconciliación tiene que conducirnos a la “justicia restauradora”.

Y es que, tal como afirma el doctor Robert J. Schreiter, profesor de teología en la Catholic Theological Union, en Chicago: “Tanto la verdad como la justicia son esenciales para el proceso de reconciliación. Debido a la complejidad del pasado, resulta importante ser tan claros como sea posible acerca del tipo de verdad y tipo de justicia que se busca en cada momento del mismo”.[5]

En idéntica línea de pensamiento, Su Santidad Aram I, Catholicós de Cilicia de los armenios, ha expresado que “el cristianismo es una religión de reconciliación. La reconciliación significa vivir juntos, trabajar juntos, y luchar juntos sobre la base de valores comunes y para el logro de objetivos comunes, a pesar de nuestras diferencias”.[6]

Así que, en este “camino de la paz”, el Dios de la vida nos invita a grandes y profundas experiencias de koinonia. Esta comunión debe iluminar constantemente nuestras intenciones, pensamientos, palabras y acciones.

A la par, toda nuestra existencia es una red de relaciones, donde se hace necesaria la reciprocidad, la conexión y la interdependencia para el logro de la paz. Son nuestras iglesias las especialmente llamadas a crear y mantener esa conexionalidad.

En opinión del doctor Konrad Raiser, ex secretario general del CMI, en su libro To Be the Church: Challenges and Hopes for a New Millennium, es necesario volver a las formas básicas de conciliaridad para fortalecer nuestra capacidad para la reciprocidad, la solidaridad, el diálogo y las formas no violentas de solución de conflictos. Esto nos conducirá al concepto básico de la metanoia: la conversión o cambio del corazón. Esta conversión no debe ser solamente un acto momentáneo de decisión moral, sino un continuo proceso de aprendizaje y una nueva forma de vida en paz y armonía con Dios, con nuestros semejantes y con toda la creación.[7]

A lo anterior, puede añadirse lo planteado por el teólogo sudafricano John W. de Gruchy, cofundador del Departamento de Estudios Religiosos de la Universidad de Ciudad del Cabo, quien ha vinculado estrechamente la reconciliación al Pacto (Alianza). Según él, “el Pacto hace que la reconciliación sea posible; la reconciliación hace que la promesa del Pacto sea una realidad”.[8]

La “ética del Pacto” nos ofrece, entonces, una visión de una comunidad integrada por los seres humanos, los animales y la tierra, que nos conduce siempre a vivir una espiritualidad que se esfuerce en la restauración y la renovación de relaciones más justas y sostenibles entre los seres humanos, bajo el cuidado de Dios.

VI. Hacia una paz justa y verdadera

Para nosotros, es absolutamente imposible concebir la paz desligada de la justicia. En el salmo 85,10, encontramos que “la justicia y la paz se besarán”. Dicho de otro modo, la Biblia hace de la justicia la compañera inseparable de la paz (Is 32,17; Stg 3,18).

Es evidente que en el camino de la paz justa, justificar el conflicto armado y la guerra se vuelve cada vez más inverosímil e inaceptable. El camino de la paz justa es diferente, en su esencia, del concepto de “guerra justa”. La paz justa abraza la justicia social, el respeto a los derechos humanos y la seguridad humana común.

En la Biblia hebrea, Dios es llamado “Dios de justicia” (Is 30,18). Esa justicia divina se extiende a todos los seres humanos sobre la tierra (Jer 9,24-29), e incluso más allá de los límites de una nación, hacia “todo el mundo habitado” (Sal 9,7-9).

Esta visión de Dios es la base bíblica y teológica para confrontar con los problemas de justicia en el mundo. El deseo de Dios y sus demandas es que todas las naciones practiquen la justicia. O sea, teológicamente, en Dios, la justicia y el poder se tratan de relacionar y armonizar con el Dios de justicia y amor.

Así, el poder económico, político, militar, puede utilizarse para mantener la justicia, la paz y el orden en la sociedad, pero también puede usarse para acarrear destrucción (Miq 2,1-2).

Es cierto que necesitamos el poder para establecer la justicia, para promover la sanidad y la reconciliación. Sin el uso del poder para el bienestar común, no se hace nada bueno. El mal triunfa cuando los buenos no hacen nada.

Es el filósofo y teólogo español, nacionalizado también salvadoreño, Ignacio Ellacuría, quien en su libro Conversión de la Iglesia al Reino de Dios nos dice: “El Antiguo y el Nuevo Testamento están llenos del pensamiento árido de la intolerabilidad, de la injusticia como acción y como situación; es el gran pecado, a la par secular y religioso, que debe borrarse del mundo. La injusticia niega el centro mismo del cristianismo”.[9]

Por eso, la iglesia se ve forzada a una lucha sin cuartel contra la injusticia, y a una intensa promoción de la justicia.

Con respecto a esta, el concepto hebraico es totalmente dinámico y nada legalista. En palabras del teólogo luterano alemán Gerhard von Rad: “justo es aquel que responde a las exigencias de una relación de comunidad”.

La justicia, enfocada siempre en el contexto de las relaciones, adquiere un significado muy claro: se pronuncia a favor de los oprimidos, los hambrientos, los cautivos, los marginados.

Para que haya justicia, el marginado, el oprimido, el despojado, tiene que volver a gozar de una relación correcta y apropiada, se tiene que restaurar la relación.

La clave revolucionaria de la justicia de Dios, implica un cambio de relación, un cambio profundo y radical de actitudes y formas de vivir y actuar a nivel interpersonal y estructural. La justicia de Dios es, entonces, una fuerza humanizadora.

Asimismo, la idea de shalom (paz) como justicia, es una afirmación fundamental en el Antiguo Testamento, basada sobre todo en relaciones justas entre Dios y el pueblo, y entre los miembros del pueblo de Dios.

El término shalom presenta un eje triple: relacional, social y estructural. Pero se caracteriza de manera especial por ser relacional. En ese sentido, es sinónimo de justicia.

Así, el concepto de shalom puede construir un vínculo útil con otras tradiciones abrahámicas. Otras tradiciones religiosas también pueden apoyar versiones sociales similares.

Una misiología comprometida con la visión de paz justa puede ayudar a las iglesias, no solo a realizar la visión, sino también a trabajar con creyentes de otras religiones por un mundo de paz justa y verdadera.

VII. Espiritualidad para una cultura de la paz

Resumiendo las reflexiones anteriores, podríamos afirmar que para un cristiano siempre hay esperanza. Como expresa el apóstol san Pablo, nosotros esperamos contra toda esperanza (Ro 4,18), es decir, nos mantenemos llenos de esperanza, aun cuando parezca que no hay ningún signo de esperanza. Así que, actuar en esperanza contra toda esperanza significa comenzar a ver, en medio de las tinieblas de la desesperanza, las acciones que surgen de la gran y misteriosa obra de Dios.

Un teólogo de talla como el sacerdote dominico sudafricano Alberto Nolan, habla en su libro Esperanza en una época de desesperanza de las acciones del “dedo de Dios”, como dice Jesús. Y menciona el ejemplo de un destacado activista a favor de la paz, quien afirma que se ha hecho tanta propaganda de la guerra en Irak, que ello ha producido un incremento exponencial del número de personas implicadas activamente en los movimientos por la paz en el mundo. ¿No será esto obra del “dedo de Dios”, que saca el bien del mal?[10]

De modo similar, en una reciente reunión del Consejo Latinoamericano de Iglesias, Noemí Espinoza, líder de la Iglesia Reformada de Honduras, nos dijo que el golpe de Estado que ha sido tan terrible para su nación, ha despertado, sin embargo, la conciencia de los ciudadanos hondureños, quienes ahora tienen una mayor preocupación por su propia realidad y luchan por reclamar sus derechos. Según ella, esto ha sido realmente un milagro, porque anteriormente no había gran interés en cuestionar las acciones del gobierno y de las autoridades militares de su país. ¡He aquí nuevamente el “dedo de Dios”, que puede transformar el mal en bien!

El “camino de la paz” nos condujo a Kingston, Jamaica, para participar en la Convocatoria Internacional Ecuménica por la Paz. Allí leímos juntos, de nuevo, el “Llamamiento ecuménico a la paz justa”, que esperamos que nos conduzca a relacionarnos mejor con las medidas efectivas y prácticas ejemplares que se están aplicando en nuestras iglesias para el logro de una paz justa.

Es en este importante documento donde se enfatiza que la esperanza es algo que viene de Dios, quien es el autor de la paz y el único que trae la reconciliación. La esperanza es algo que descubrimos, internándonos en el misterio de la paz. Es cierto que este misterio a veces se manifiesta en lugares inesperados y de maneras sorprendentes. Esto es lo que tenemos que descubrir. Destellos de Gracia en medio de la adversidad, actos de amabilidad frente al despiadado egoísmo, momentos de suavidad en la dureza de la agresión incesante.

VIII. La paz es don y es tarea

Somos hijas e hijos de Dios en la medida en que nos embarcamos en la inacabable tarea de la construcción de la paz que está a nuestro alcance. Pero este trabajo no es sino la forma humana de acoger la paz de una ciudad, que solo Dios concede, la que, de verdad, responde a los clamores de los que sufren, reivindica a las víctimas y supone el triunfo pleno de la justicia y del amor.

El “camino de la paz” ha de conducirnos, en adelante, a una espiritualidad sustentada por la esperanza. Una espiritualidad que refleje las relaciones de la vida trinitaria que sostienen, transforman y santifican un mundo quebrantado. El texto que nos inspiró durante el Decenio para Superar la Violencia, ha de ser guía de todas nuestras acciones pastorales: “Apártate del mal y haz el bien; busca la paz, y síguela” (Salmo 34,14).


[1] Dulce María Loynaz: “Los puentes”, en: Poesía completa, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1993, p. 18.

[2] Nize Fernández Seco: “Yo quiero ser un puente”, s.e., s.l., s.a. [Tomado de un recorte]

[3] Consejo Mundial de Iglesias: “Llamamiento ecuménico a la paz justa”, en: <cite>www.superarlaviolencia.org/...paz-justa/llamamiento-ecumenico-a-la-paz-…, Ginebra, 2011.</cite>

[4] Hans Küng: Proyecto de una ética mundial, Editorial Trotta, Madrid, 1990, p. 159.

[5] Robert J. Schreiter: El ministerio de la reconciliación [trad. José Manuel Lozano-Gotor Perona], Editorial Sal Terrae, Santander, 2000, p. 171.

[6] Aram I: For A Church Beyond Its Walls, Armenian Catholicosate of Cilicia Antilias, Lebanon, 2007, p. 306.

[7] Véase Konrad Raiser: To Be the Church: Challenges and Hopes for a New Millennium, WCC Publications, Geneva, 1997, p. 36.

[8] John W. de Gruchy: Reconciliation: Restoring Justice, Fortress Press, Minneapolis, 2002, p. 187.

[9] Ignacio Ellacuría: Conversión de la Iglesia al Reino de Dios, Editorial Sal Terrae, Santander, 1984, pp. 247-248.

[10] Albert Nolan: Esperanza en una época de desesperanza. Y otros textos esenciales, Editorial Sal Terrae, Santander, 2010, p. 29.