Sermón de Olav Fykse Tveit, con ocasión del culto de toma de posesión a su cargo de secretario general del Consejo Mundial de Iglesias.

Capilla del Centro Ecuménico, Ginebra, martes 23 de febrero de 2010

Así que, hermanos, cuando fui a vosotros para anunciaros el testimonio de Dios, no fui con excelencia de palabras o de sabiduría, pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado.

 (1 Cor 2:1-2)

La cruz es y será por siempre el signo de la Iglesia. Es el símbolo que juntos compartimos, el símbolo de lo que tenemos en común, el símbolo de lo que las iglesias tienen que dar al mundo. Desde el principio hasta el fin.

Nada excepto Jesucristo, y éste crucificado. Nada excepto la cruz. Nada excepto...

No parece ser un lenguaje muy diplomático. Ni tampoco una invitación al diálogo. Ni siquiera parece ser muy ecuménico, ni tener en cuenta las numerosas perspectivas sobre nuestra fe que se examinan en un espacio abierto. Tampoco parece estar atento a las cuestiones candentes del mundo de hoy.

Sin embargo, son palabras que tienen un significado profundo, ofreciendo sustancia y dirección al movimiento ecuménico. Por eso he escogido estas palabras de la Biblia, para señalar el comienzo de mi servicio como secretario general del Consejo Mundial de Iglesias, al iniciarse la segunda década del siglo XXI.

¿Por qué esas palabras tan firmes de San Pablo? El contexto al que se refiere no carece de importancia para nosotros. Se refiere a las divisiones en la iglesia de Corinto; divisiones que se deben a opiniones diferentes y a diferentes lealtades personales, a la falta de voluntad de compartir, al desconocimiento de los dones de otros y de su contribución, a la crítica impaciente del mensaje cristiano y de sus embajadores. De ahí que la respuesta sea tan clara: Para ser una, la Iglesia tiene que volver a su base común. Nada excepto Jesucristo, y éste crucificado. “El Consejo Mundial de Iglesias es una comunidad de iglesias que confiesan al Señor Jesucristo como Dios y Salvador, según el testimonio de las Escrituras, y procuran responder juntas a su vocación común, para gloria del Dios único, Padre, Hijo y Espíritu Santo”.

Esto no quiere decir que no haya otros temas para discutir, ni otras preocupaciones para examinar, ni otras personas que deban mencionarse. Todo lo contrario: San Pablo nos habla en la misma epístola sobre compartir con espíritu de solidaridad, reconociéndonos unos a otros como parte del mismo cuerpo. En esta carta hallamos el gran himno y alabanza al amor: “Y si tuviera profecía, y entendiera todos los misterios y todo conocimiento, y si tuviera toda la fe, de tal manera que trasladara los montes, y no tengo amor, nada soy” (1 Cor. 13:2). Pablo continúa diciendo que la fe cristiana carece de sentido, sobre todo la muerte de Jesucristo en la cruz, si Cristo no hubiera resucitado de los muertos (capítulo 15). Una buena predicación y una teología correcta sobre Jesucristo no tienen efecto sin el poder del Espíritu Santo. Sin embargo, su mensaje permanece: nada excepto Jesucristo, y éste crucificado.

La cruz es la perspectiva que no debemos perder. La cruz es la prueba de realidad de todo lo que decimos acerca de Dios – y de la vida. En la perspectiva de la cruz, nuestras palabras sobre Dios no pueden ser simplemente palabras grandilocuentes. Porque Dios, por medio de la cruz, se unió a la realidad, a todos los aspectos de la realidad: tanto a la muerte como a la vida, e incluso al sufrimiento y la muerte en este mundo, tan injustos, inhumanos e incomprensibles. Por haber llegado a ser un ser humano, por confrontar y vivir todo lo que la vida humana depara y entraña, podemos creer que Dios está con nosotros. En la perspectiva de la cruz oímos los cánticos y las oraciones de la gente en Haití; en esa perspectiva de la cruz podemos creer que Dios puede estar con los seres humanos en todas las cosas. Incluso en la muerte. Y, de esta forma, el madero de la cruz puede ser un signo de vida.

San Pablo no ve solamente que la Cruz es el signo de cómo Dios está con nosotros, sino también de cómo Dios está por nosotros. Considerada en la perspectiva de la resurrección, la cruz no es la victoria final del mal sobre el bien o de buenas intenciones. La cruz es el signo de la victoria de Dios sobre el pecado y el mal, una victoria que se gana pasando por la muerte. Es con esta perspectiva que San Pablo puede hablar también de Jesucristo como sacrificio, del Dios que hace el sacrificio para romper el vínculo entre el pecado y la muerte para siempre. El pecado puede ser perdonado por Dios. El Dios crucificado nos muestra que el pecado y la muerte no tendrán la última palabra en este mundo. Ni siquiera cuando parecen tenerla. La cruz es el signo del amor incondicional de Dios a todos los seres humanos, a pesar de nuestro pecado, como escribió San Pablo.

Éste es el misterio revelado de Dios que nos es dado por medio de Jesucristo y de éste crucificado. De ahí que la cruz sea el símbolo que todos los cristianos compartimos. Es el primero y el máximo signo del don del ser misericordioso de Dios para con nosotros y por nosotros. Somos uno en tanto cristianos porque recibimos el mismo don. Por ello nada hay excepto la cruz.

La cruz puede tener un lugar dondequiera y dar un significado a cualquier cosa. Aquí, en el Centro Ecuménico y en esta capilla tenemos diferentes expresiones de la cruz. A la izquierda del altar tenemos una cruz hecha con esquirlas de bombas que cayeron en Coventry y en Dresde. Es un signo de esperanza de que, incluso la muerte causada por la guerra, no será la última palabra, que Dios desea paz, una paz justa en la que podamos vivir juntos en el mismo mundo compartiendo los dones de ese mundo. En el altar principal hay una cruz Armenia, en la que a la cruz se han incorporado pujantes signos de vida, flores, ramas reverdecidas, árboles que dan fruto. La cruz a la izquierda del altar está encima de una hermosa e impresionante lámpara de aceite en latón de la India que simboliza la vida. En el vestíbulo se puede ver la cruz tallada en una escultura de madera del continente africano, recordándonos a todos aquellos que siguen siendo crucificados en el día de hoy, aunque también a quienes dan testimonio de la nueva vida que nos es dada a través de la cruz. Detrás del altar, y fuera de esta capilla, como un signo de identidad de todo el centro ecuménico, se puede ver una cruz sencilla, prominente, potente, clara, de estilo moderno; aquí dentro de madera y fuera de hormigón, signos del movimiento ecuménico de la cruz en el siglo XX. Mi primera visita a una iglesia miembro es a invitación de Su Toda Santidad el Patriarca Ecuménico para participar en la celebración de la Santa Cruz. En todas partes del mundo encontramos la cruz como signo de la Iglesia.

La cruz es más que un signo de nuestra identidad religiosa. Es “la prueba de realidad” de nuestras iglesias, de nuestro ministerio, de nuestro movimiento ecuménico, de nuestra fe, de vuestra fe, de mi fe. Crux probat omnia, decía Lutero. El profundo y doble sentido de esta frase es que la cruz es prueba de todo. La cruz pone en evidencia todo lo que podemos decir de Jesucristo. La cruz prueba todo, la cruz somete a prueba todo lo que se manifiesta en nuestra voluntad de seguir a Jesucristo.

La cruz es una prueba del poder de dar. La cruz es una prueba de la fidelidad de Dios. La cruz es también una prueba, la prueba de nuestra fidelidad a Dios y a la causa del bien. En las hermosas palabras del Sermón del Monte escuchamos lo que significa seguir a Cristo o llevar la cruz: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.” “Bienaventurados los pacificadores, porque serán llamados hijos de Dios.” En un mundo de honor y de vergüenza, de amor y de pecado, este llamamiento puede llevar a hacer frente a los poderes del mal. En el camino de Cristo a través de la vida humana, no hay escapatoria; sólo la fidelidad al llamamiento de Dios para mostrar el sentido de la justicia. Jesucristo mismo vivió el profundo sentido de lo que dijo: “Bienaventurados son los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.”

Estamos llamados a cargar nuestra cruz. Toda vida humana tiene que soportar el peso de su carga. A pesar del honor y la alegría que se experimentan cuando se recibe una importante tarea en la iglesia, también representa una gran exigencia. Todo lo que es importante es exigente. El llamamiento del movimiento ecuménico sólo tiene sentido si lo llevamos a buen término. Sea que seamos escuchados o no, nuestra vocación es cargar la cruz unos con otros. ¿Estamos dispuestos a seguir los senderos de los pobres y los oprimidos? ¿Estamos dispuestos a cargar el peso del disgusto cuando no estamos de acuerdo con algo, de nuestra decepción cuando no somos capaces de resolver todos los problemas con que nos enfrentamos? Ocurra lo que ocurra, perdura nuestro llamamiento a cargar la cruz, en nuestra búsqueda de la unidad, en nuestro testimonio, en nuestro servicio. Y lo haremos juntos, nunca solos.

Para algunos las responsabilidades de la vida son más pesadas que para otros. Vistas como una cruz, pueden ser consideradas como pesos que cargamos en nombre de otros. A veces no vemos el significado de las responsabilidades y las tareas que nosotros, u otros, tenemos que asumir. Sin embargo, en la perspectiva de la cruz, podemos entender que no asumimos solos esas exigencias. Cristo también llevó su cruz, en solidaridad con nosotros. En consecuencia, podemos atrevernos a ver la cruz como una prueba de realidad a lo largo de toda nuestra vida, sin ignorar la realidad. Las palabras grandilocuentes no son necesarias, pues siempre surge una señal que apunta a algo nuevo, a una resurrección después de la cruz.

Debemos recordarnos a nosotros mismos que no estamos llamados a hacer más pesada la cruz que otros llevan. No estamos llamados a exigir a otros que lleven su cruz solos. No estamos llamados a utilizar la cruz como una excusa para permitir que otros sufran. No estamos autorizados a utilizar la cruz para que otros sean víctimas de injusticias, opresión o sufrimiento. En la campaña de Cuaresma de este año se nos recuerda que muchas mujeres padecen violencia por ser mujeres; a veces utilizamos nuestra fe para legitimar esa violencia e injusticia. De esta forma se deshonra la cruz que Cristo cargó por nosotros.

¿Cómo podemos conformar, entonces, de la mejor manera posible, el movimiento ecuménico de la cruz en nuestro tiempo? ¿Y cómo puede el movimiento ecuménico ser un movimiento de la cruz –el árbol de la vida? Quizá debemos poner de relieve lo que algunos maestros de los primeros tiempos de la historia de la iglesia nos dicen: cuando Cristo abre sus brazos en la cruz, está abrazando a todos. Un ejemplo es la cruz colorida y pujante latinoamericana que se encuentra delante de este púlpito, con imágenes de la vida diaria y una mujer que, en actitud de adoración, extiende sus brazos a todos y a Dios. Recordando lo que la cruz es, percibimos que lo exclusivo de la cruz es precisamente que es inclusiva.

El don de la cruz nos une. Nuestros brazos abiertos pueden ser el signo del movimiento ecuménico de la cruz, poniendo en evidencia que nos necesitamos unos a otros, que anhelamos compartir los dones de Dios en su amado mundo con todos.

De ahí que no haya nada excepto la cruz.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Santo Espíritu, un verdadero Dios, como era al principio, es ahora, y será siempre, por los siglos de los siglos. Amén.